Visiones y visitas

«Horror silentii»

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Horror al silencio. Un horror mayúsculo. Un pavor enorme, intenso y antinatural, enloquecedor y postizo, porque nada sosiega o sosegaba más al ser humano que un silencio profundo pero el turbión de contenidos audiovisuales y el vicio del mironeo desde la tronera del pantallote nos han llevado al morboso extremo de que la estridencia nos desquicia como siempre y el silencio, que nos tranquilizaba, nos agita como nunca. Quien más quien menos necesita música, noticias, cascarreo en los tímpanos para concentrarse porque se ha llegado a un pobre y mutilado concepto de concentración, a un concepto de concentración inserto en una existencia contra la conciencia. Queremos hacer lo que nos dé la gana, y como Pepito Grillo no es amordazable nos rodeamos de un ruido permanente. Rizamos el rizo de la rebeldía: ni normas ni voz interior que nos las recuerde. Zumba, gresca y zalagarda; y buscar el ambientazo, esconder el pellejo entre la masa, como si metiéndonos bien adentro en el rebaño fuéramos a evitar la muerte y el juicio.

El ruido, en el fondo y a pesar de la sobrehaz colorista, desenfadada e intrascendente con que cubrimos la realidad, es por un miedo al juicio que brota de las mismas recámaras de la conciencia. Somos lo que hacemos, y a la vista de la histeria colectiva que nos acomete ante un puente vacacional estamos viniendo a ser poquísima cosa. El horror al silencio es un síntoma de grave crisis ontológica, crisis que ya viene de lejos y está, por ejemplo, detrás de la desdichada reacción de la humanidad con motivo de la última pandemia. El potencial de nuestro espíritu y nuestras capacidades intelectuales hubieran permitido quizá esperar una corriente introspectiva, un aumento de la sensatez y una moderación de la sensualidad, pero ha ocurrido todo lo contrario. De la segunda guerra mundial acá nos hemos dedicado a procurarnos abundancia y molicie, que son los padres de la degeneración; y a partir de la peste covid somos una civilización decadente: vamos a gastárnoslo todo, no sea que venga otro virus; vamos a depravarnos de lo lindo, a no posponer más el desenfreno por si luego es tarde. Clásica reacción del crío, del cagamandurrio, del cretino.

Nos hemos invalidado para el silencio; lo que habitualmente nos amansaba nos produce ahora una comezón insoportable, un auténtico delirio. Es el horror silentii, la desnaturalización, la paradoja psicológica, la consecuencia de nuestra contumacia. Vamos por la calle atronándonos el oído, escandalizándonos la vista, enterrando la corambre propia bajo miles de corambres ajenas, hipotecándonos la jornada entera para no tener un minuto libre, un hueco tonto en silencio que nos dé ocasión de oír a lo lejos, desde lo profundo, el eco, el susurro, la voz, el grito, el estentóreo baladro de Pepito. Y después, ebrios de aturdimiento mental y en coma espiritual, cometemos torpezas garrafales como irnos de puente con dinero y sin él, a pesar de los precios, a pesar de los pesares y ante los ojos regocijados del gobierno, que bien tonto será si no triplica los impuestos.

El horror silentii no ha cambiado nada y lo ha cambiado todo: seguimos necesitando el silencio tanto como siempre pero nos horroriza si lo conseguimos. Algo nos anda mal en la mollera, en el parasimpático, en el alma. Padecemos nerviosismo crónico pero vomitamos el remedio, la triaca, el silencio al primer sorbo. Ya no tenemos estómago para el silencio porque nos lo inflaman el audiovisualismo grasiento y la ideología edulcorada. Los gurús del autoauxilio están haciendo negocio con el desespero masivo, con el desgarramiento general de vivir asordados y al mismo tiempo anhelantes de silencio. El horror silentii es horror a nosotros mismos, al retrato de Dorian Gray en que nos hemos/nos han convertido y hemos dejado que nos conviertan. Somos todo auriculares, todo angustia, todo huida, todo zambullida en la manada, en la gusanera, en el tumulto y en el frenesí. Cruzamos la Estigia en la desvencijada chalupa del horror silentii.