ágora

¡¿Pero de qué va este juego?!

José Luis Villacañas

José Luis Villacañas

Recuerdo ahora una experiencia de cuando éramos chicos. Tardábamos en salir a jugar porque teníamos que hacer mandados. Luego nos reuníamos con los amigos. Ellos llevaban ya un buen rato entregados a las libres improvisaciones con las que matar el aburrimiento. Entonces nos quedábamos perplejos durante un rato. Observábamos paralizados las idas y venidas de los actores en su febril movimiento. Intentábamos encontrar una lógica en sus extrañas trayectorias. Nos quedábamos absortos y, de repente, gritábamos al primero que pasaba a nuestro lado, reclamando con furia nuestro derecho a participar: «¡¿Pero de qué va este juego?!».

Escucho desde hace semanas ese grito de gentes dispuestas a participar de la vida política. Lo oímos en las tertulias, columnas y artículos de periódicos, por doquier. Mientras, las redes parecen la plaza vacía, desierta en la noche, abandonada por las personas decentes y hacendosas, y ocupada sólo por borrachos y escandalosos. «¿Pero de qué va este juego?» Ese es el clamor de los que se van. En la plaza sin ciudadanía, los escandalosos hacen una conferencia política para hablar mal de un juez. O un tipo dice que el TC es el cáncer de la democracia española. O vemos a un corrillo hablar confabulado. ¿Estarán decidiendo al protector de la Constitución? ¿Le encargarán a García-Page la tarea?

Recuerdo, cuando era chico, que esos juegos incomprensibles eran dictados por los jefecillos de la pandilla, que reescribían las reglas en el momento en que el juego no les gustaba. Tengo la impresión de que estamos ante ese momento. No era un plan. Era una improvisación. De repente, los dos jefecillos se retiraban a un rincón, se hablaban al oído, y decían cómo seguir. Esa escena infantil me asalta hoy. Yo, que he jugado poco y he observado mucho, lo recuerdo bien. Ahora pienso que el juego va de fabricar tanto como sea posible dos trincheras. Se acabó el tiempo en que los dos jefecillos estaban de acuerdo en ocupar el centro de la calle. Ahora ellos dos se han puesto de acuerdo en hacer una trinchera en los extremos de la calle. Y el juego es a pedradas, la opción preferida del aburrimiento profundo.

La democracia española estuvo diseñada para el bipartidismo y todo presiona para volver a él. A los diez años de Podemos, se impone la conclusión. Lo que significó el bipartidismo, dicho en castizo, fue el mangoneo general. La sociedad española se dejó mangonear, porque el bipartidismo repartía prebendas con cierta equidad. Lo hacía en Madrid, Barcelona o Bilbao, como lo hacía en Valencia y en Andalucía. Todos hicieron la vista gorda. Y cuando vino la crisis, los mangantes taparon sus fechorías radicalizándose. Ahora cada uno defiende con uñas y dientes la porción de Estado en la que siguen mangoneando. Tú, el fiscal general; yo, el Consejo General del Poder Judicial; tú, el Senado; yo, el BOE; tú, la Comunidades; yo, el Estado central. Todo esto es vergonzoso, y lo único alentador es que el mangoneo ya es descarado y visible. Por eso hay que vaciar la plaza. De nuevo.

Todos los problemas de la democracia española derivan de que nuestra realidad no cabe en ningún bipartidismo que se quiera reconstruir a pedradas. Ni en Euskadi, ni en Cataluña, ni en Galicia, ni en la Comunidad Valenciana, ni en Andalucía. Esa imposibilidad se ve en que, allí donde se mantiene firme el bipartidismo, lo que en realidad existe es el partido único. En Murcia, en ambas Castillas, en La Rioja y amenazando en las Andalucías. De esto va el juego. De una pulsión de bipartidismo. Feijóo se ve investido con la tarea histórica de destruir a VOX, tarea para la que se entrena Ayuso. La aspiración es la misma. ¿Y Sánchez? Si no resultara un poco grandilocuente, me atrevería a preguntar cuál es su tarea histórica.

Aquí el juego es más complejo. El mismo Sánchez lo definió así: Progresista por necesidad. Su cálculo es que todo voto que pierda Sumar, vaya al PSOE. Quiere verlo en Galicia, ya. No hay que ser un lince para observar la doble alma de Sánchez aplaudiendo que Podemos se haya escindido de Sumar tras las elecciones. Miremos sus ayudantes estructurales: Robles, Marlaska, Calviño, Cuerpo. Pueden ser gobernantes del partido único. Que Marlaska siga siendo ministro, demuestra lo que puede tragar esa parte del alma del PSOE.

España no cabe en este esquema. El Estado no sobrevive a este esquema, si quiere ser un Estado serio. ¿O es serio que un juez intervenga en el proceso mismo «de lege ferenda» y sea fotografiado como un héroe por grandes diarios? Lo que está en juego desde el Procés es una modernización del Estado español. El Procés ha fracasado en romperlo, pero todavía puede ser el punto de partida de reformarlo. Pues era previsible que un aparato de Estado sin tradición democrática, plagado de episodios de poderes autoritarios y de gobernantes impunes, no resolviera el reto que significó el Procés.

Lo vimos con Rajoy y ya entonces nos imaginábamos la suciedad que ahora conocemos. Todos los dispositivos inerciales de los viejos poderes impunes se pusieron en marcha, desorientados ante un reto que en muchos sentidos era forzado, fanático, iluso, pero que tenía elementos genuinos de repulsa de un Estado que no acaba de ser adecuado a su realidad. Por eso necesitamos una fuerza política que tenga clara la idea de un Estado español moderno. Hoy, como en 2014, esa fuerza solo puede brotar por fuera de la pulsión bipartidista.