Se venden cadáveres, razón València

Recuerdo el caso de una mujer que había sido asesinada en València. Pasaban los días y allí estaba. Yo llamaba y llamaba a la morgue, pero no. Nadie había preguntado por ella.

Lápidas rotas en las puertas de un cementerio valenciano.

Lápidas rotas en las puertas de un cementerio valenciano. / Daniel Tortajada

Isabel Olmos

Isabel Olmos

De mi corto pero inolvidable paso por la sección de Sucesos de este periódico recuerdo muchos episodios difíciles de narrar pero si hay algo a lo que me costó acostumbrarme fue a saber que había personas a las que, una vez en la morgue, nadie reclamaba. Aunque muy joven en aquellos años, no era tan ingenua como para pensar que todo el mundo tenía una red de afectos familiares y de amistades tan sólido como el mío o como el de cualquiera de ustedes. La exclusión social siempre ha estado ahí y todos hemos visto, desde niños, gente pidiendo en la calle o dando tumbos, un día sí y otro también, por culpa de un exceso de alcohol.

Sea como sea, recuerdo el caso de una mujer, española y de unos cuarenta años, que había sido asesinada en su piso de València y de la que nadie reclamaba el cuerpo. Pasaban los días y allí estaba. Yo llamaba y preguntaba, pero no. Nadie había llamado preguntando por ella. Mi desasosiego no paraba de aumentar. ¿Cómo era posible? ¿se habría peleado con la familia? ¿nadie sabría que vivía en València (era de un pueblo de la Mancha) o no tendría ningún amigo y familiar vivo? Quien sabe. Lo único cierto es que la mujer descansaba sola y fría en una cabina de la morgue mientras la policía proseguía sus pesquisas. Al final, al cabo de un tiempo sin duda excesivo para nuestras costumbres funerarias alguien la reclamó y se la llevó. Pero lo dicho, no pondría la mano en el fuego.

Portada del libro de Stevenson.

Portada del libro de Stevenson. / L-EMV

Todo esto viene a colación de la desarticulación en València de una red que vendía, a las universidades, cadáveres de personas sin familia. Personas que nadie reclamaba o ancianos que dejaban de respirar, solos, en la residencia. Averiguaban y falseaban la documentación para llevarse los restos y seguir con un negocio que no es nada nuevo. Al revés, el propio Robert Louis Stevenson narró ya en 1884 las incursiones de desalmados en los camposantos en su famoso cuento El ladrón de cadáveres. También ocuparon largos titulares de la prensa de entonces la pareja irlandesa formada por William Burke y William Hare, «los resucitadores» de cadáveres, que a principios del siglo XIX asesinaron a 17 personas para vender también los cuerpos a la ciencia de entonces, que andaba escasa de material para sus investigaciones, y pagaba bien.

En 2016, el profesor Francesc J. Hernàndez publicaba en este mismo periódico una crónica de algo que sucedió a principios de siglo y que ponía el vello de punta al más insensible. Una madre trastornada desenterró a su hija del cementerio de València y acabó provocando, por otros motivos, un duro enfrentamiento político.

Reportaje del profesor Francesc J. Hernàndez.

Reportaje del profesor Francesc J. Hernàndez. / L-EMV

Tantas décadas después sorprende que haya gente que continúe realizando contrabando con lo que antaño fue un ser humano. Pero, lo más triste, es que ya no hace falta matar ni acudir a los cementerios para llevarlo a cabo. La inmensa y preocupante soledad que atenaza nuestra sociedad lo pone mucho más fácil. Hasta con los vivos. ¿O no?