Opinión | No hagan olas

Elogio del tranvía vienés

Gracias a la compañía Austrian Airlines, del grupo Lufthansa, existe una estupenda y económica conexión directa entre el aeropuerto de Manises-Valencia y la centroeuropea Viena. Para los amantes de la música clásica no puede haber motivo de mayor alegría, pues la ciudad vienesa es uno de los grandes focos musicales de Occidente. Cuenta con numerosos coliseos para grandes conciertos y óperas, así como un número significativo de espacios históricos, teatros y pequeñas salas para cualquier género musical, incluyendo las populares operetas. Viena ha convertido a Mozart en su gran personaje popular, junto a Sissí, Gustav Klimt y Sigmund Freud, lo cual es un avance cultural que ha tenido lugar en los últimos tiempos, pues no hace tanto que la antigua capital del imperio Austrohúngaro tan solo parecía abanderar a Francisco José y su serie de acumuladas desgracias, a la familia Strauss y al pastelero Sacher.

Antes de programar un intenso fin de semana vienés, les aconsejo leer un par de libros muy significativos sobre el gran periodo intelectual y creativo de Viena, posiblemente uno de los más decisivos centros culturales del periodo de entresiglos, del XIX al XX, coincidiendo con una gran creatividad artística, literaria y musical, así como con la eclosión del psicoanálisis, la nueva arquitectura o su propio círculo filosófico. Sin Viena, todo hay que decirlo, no se entendería el nacimiento de la modernidad europea, de ahí el interés de localizar hitos y lugares que suelen estar ausentes de los viajes turísticos programados, como el excelente MAK, el museo de las artes decorativas, donde se pueden ver desde las primeras sillas Thonet o las de Josef Hoffmann junto a sus lámparas y cafeteras. O la casa de aires cubistas que el pensador Ludwig Wittgenstein diseñó para su hermana Margarita, y la villa Steiner de Adolf Loos, quien perseguía ornamentos (en las afueras de la ciudad), además de la vivienda que ocupó la mítica consulta clínica del citado Freud. La autobiografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado), y La Viena de Wittgenstein, de Stephen Toulmin (en Taurus), son las dos referencias editoriales que les recomiendo.

Por lo demás, hay que consultar los programas musicales con los que coincidir en nuestra estancia vienesa, en especial con los de la StaatsOper, cuyo edificio es el más majestuoso de toda Viena, mucho más grande incluso que la catedral gótica de San Esteban. O con los de la neoclásica Musikverein, con su gran sala dorada de conciertos, célebre por su popular festival de música vienesa en Año Nuevo. Allí pudimos disfrutar recientemente de su Filarmónica titular con una soberbia interpretación de la Segunda sinfonía, coral, de Gustav Mahler, otro gigante vienés –aunque nacido en Bohemia– a pesar de los almíbares de Luchino Visconti que tanto gustaban al espíritu cursi de Alfonso Guerra.

Sin embargo, por encima de estas agradables circunstancias, Viena sobre todo exhala ese aire de gran ciudad ordenada y burguesa, en el corazón de Europa al fin y al cabo, algunos de cuyos cafés son legendarios y a la que podemos incorporar también un espacio alternativo, más caótico y vigoroso, el Naschmarkt de los sábados, junto al Palacio de la Sezession, donde se suceden puestos de frutas, verduras y salchichas junto a ostrerías, tiendas de especias orientales, bares persas y delicias turcómanas, donde degustar los recetarios más comunes de los países que conformaron el pasado imperial de la doble águila, desde el schnitzel de aires milaneses al hojaldre esloveno, o el pan también hojaldrado croata, el goulash con paprika húngaro y las albóndigas con col de origen serbio.

No obstante, la imagen que se me antoja definitiva de Viena es la de sus tranvías. Siempre tomo alguno, sin rumbo, de los que suelen alcanzar el Prater para ver a lo lejos la célebre noria que columpiaba la humanidad de Orson Welles, o recorriendo el Ring, que a los efectos es como la circunvalación o extramuros de la Valencia histórica que dejó expedita la demolición de las murallas (a partir de 1865) por la marginal del río, Colón, Xàtiva y Guillem de Castro. Por donde iba el bus número 5, el mejor sistema para combinar la movilidad rápida por el perímetro de un centro urbano de gran tamaño cuyo interior lo trazan una compleja y abigarrada secuencia de calles y callejuelas.

Solo en ese sentido se parecen Viena y Valencia. Los vieneses, sensatos, han sabido combinar todos sus modos de transporte. También han peatonalizado calles y plazas, cuentan con sus circuitos ciclistas, sobre todo junto a los centros educativos, y combinan el metro suburbano, con autobuses y, sobre todo, tranvías. El metro transporta a la periferia metropolitana, pero es el tranvía el mejor aliado de la movilidad en el amplio centro de Viena. Es puntual, eficiente, barato y comodísimo además de seguro. Los burgueses vieneses disfrutan recorriendo su ciudad viéndola a través de las cristaleras de sus tranvías, en trayectos cortos y de media distancia.

El subconsciente valenciano, en cambio, sigue asociando el tranvía a los atropellos mortales de hace casi un siglo, cuando un accidente tranviario paralizaba la circulación, provocando toda una dramaturgia ciudadana en tiempos muy anteriores a la invención del entretenimiento televisivo. Una mentalidad que provocó incluso una excursión técnicopolítica –en la que participé hace años– de periodistas y concejales para demostrarnos las virtudes de los tranvías modernos en Centroeuropa. Gracias a aquel viaje se consiguió sacar adelante el proyecto de reconversión en tranvía de la antigua línea del ferrocarril de vía estrecha a la Malvarrosa, una línea demasiado periférica y extra radial como para provocar un cambio de actitud en los planificadores urbanos de la ciudad. Seguimos, décadas más tarde, con el complejo, ciertamente provinciano, ineficiente y caro, de diseñar más y más líneas de metro, como la de Ruzafa a Nazaret que, día a día, observo que apenas utilizan el Tato y cuatro gatos.

Suscríbete para seguir leyendo