Opinión | Algo personal

La hermosa canción

Miguel Rellán, Marta Sanz, Alfons Cervera, Susana Martíns, Luis Mendo y B.Fuster.

Miguel Rellán, Marta Sanz, Alfons Cervera, Susana Martíns, Luis Mendo y B.Fuster. / Levante-EMV

 Ya no llegan los trenes a Atocha si te subes en València para viajar a Madrid. Vaya gracia. Hay que volver en cercanías desde Chamartín, que es como una estación en ruina permanente, como si siempre en sus tripas al aire fuera invierno. Ahora lo es. Me gusta subir Santa Isabel arriba hasta Antón Martín y encontrarme, lo primero, con El abrazo, ese sobrecogedor homenaje de Joan Genovés a las víctimas del atentado de la extrema derecha contra el despacho laboralista de la calle Atocha el 24 de enero de 1977. Antes una huelga en el Museo Reina Sofía para exigir condiciones laborales dignas, el Cine Doré, las paradas a colores del mercado y la casa donde vivían Víctor y Chus en la que escribí La lentitud del espía el mes de octubre de 1995. Unos días llevan a otros de otro tiempo, lo mismo pasa con los libros, con las películas, con las vidas que nos dejaron huella para que las nuestras no fueran una vergüenza. Hace frío y lloverá justo en las dos horas que estaremos en Sin Tarima hablando de El boxeador, mi nueva novela recién salida a las librerías. Aquellas madrugadas de hace casi treinta años en que los ruidos de los camiones que abastecían el mercado me impedían dormir y veía pasar a la gente, encogida en sus gabanes y sus paraguas, a buscar el abrigo apacible de los trenes. De ahí, de ese estatismo imperturbable a lo Buster Keaton, se desprendían la silenciosa quietud de los charcos sin brillo, el húmedo y aparatoso verdín de los tejados, la clandestina mirada del espía.

Los libros son un lugar para vivir. Lo dije y escribí muchas veces. Esta vez, y como siempre que nos acogen Santiago y Concha en su casa libresca y libertaria de la calle Magdalena, volveremos al rito de la amistad sin tachaduras, de esa manera de querernos hacia la eterna duración que, días atrás, volví a ver en ese prodigio de Éric Rohmer sobre el azar y las empanadas mentales que es Cuento de invierno. Pero aquí, en la cueva llena de sueños donde celebramos nuestros encuentros, no salen Platón ni Pascal, ni esas interminables conversaciones sobre la moral sustentada en el catolicismo de un maestro del cine que me sigue atrapando como el primer día después de tantos años. Lo que sale esta mañana de sábado en la cueva de Sin Tarima es la palabra de Marta Sanz que nos abre a “esa indómita vibración de la memoria” sin la cual “no existe la posibilidad de pensar en un futuro”. Y el orgullo que me infla como un pavo cuando habla de mis visitas en días como éste que les estoy contando: “esas visitas que hace a Madrid para presentar sus obras y encontrarse con amistades que lo necesitan para contrarrestar la alargada sombra de Ayuso y Almeida…”. Queremos tanto a Marta, como podría escribir Cortázar con o sin el permiso de la inmensa, inabarcable, Glenda Jackson. Después las voces de Miguel Rellán y Susana Martíns que agrandaban las dimensiones de mi pobre luchador en una guerra que ganaron los del golpe faccioso contra la República. Lo que escribes es otra cosa cuando surge del corazón de quien lo lee. Cómo olvidar ese personaje de Miguel que vale por dos en Amanece, que no es poco, la obra maestra de José Luis Cuerda. O ese primer plano de Susana en Las armas no borrarán tu sonrisa, el más que necesario documental de Adolfo Dufour sobre la semana negra de enero del 77 en Madrid. La Transición hecha silencio. Y por si no había bastantes emociones, llegaban Bernardo Fuster y Luis Mendo y le ponían música y canciones a lo que tanto nos juntaba -y no sólo una novela- esa desapacible mañana de sábado. Y fue aquí, en ese instante mágico de la fascinación, cuando Luis y Bernardo me trajeron una ausencia, la media sonrisa de un recuerdo: Luis Eduardo Aute. Casi toda la vida juntos en los escenarios: Aute y el grupo Suburbano. La tarde de verano en que Luis Eduardo y yo, como si fuésemos el Dúo Dinámico en chancletas, cantamos Las cuatro y diez en medio de Todo lejos, una de las novelas mías que más quiero. Aquella tarde estaban allí Los Taburos, mis amigos de Vilamarxant, interpretando las canciones de la novela. Del grupo ya me faltan Quique y Gaspi: vaya mierda. Al fin y al cabo somos también, por mucho que nos duelan o posiblemente por eso mismo, esas pérdidas que nos llegan siempre a deshora, como escribía José Saramago. Miraba a Maite Blasco y José Manuel Cervino y me acordaba de sus películas y de otra ausencia, la de Álvaro de Luna: las veces en que eran ellos tres quienes leían mis libros en mis viajes al corazón de las gratitudes infinitas.

“Allá dentro siempre se está solo”, escribe Sylvia Plath de la oscuridad subterránea donde reinan los topos. Así el oficio de escribir. Hasta que un día, después de andar a paso lento Santa Isabel arriba hacia Antón Martín y los abrazos, alguien aparece en las afueras de un libro y se pone a escribirlo a su manera, a decirlo en voz alta, a buscar en el fondo de sus páginas la hermosa canción que a pesar de tantos palos y un cansancio de siglos nos habrá de convertir en invencibles.  

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