Opinión | Verdiales

Familia

He vuelto a ir a un hospital. La última vez que estuve fue hace ocho meses. Acudí con mi padre a la consulta del oncólogo, donde le dijeron, sin que él supiera lo que en realidad estaba escuchando, que lo único que ya podían hacer por él era asegurarse de que tuviera calidad de vida. De hecho, fue a mí a la que se dirigió la especialista que estuvo tratándole durante más de diez años. Nadie está preparado para afrontar su propia muerte, ni siquiera la digna, que fue la que él tuvo. En esta ocasión, estoy en ese no lugar, según la acertada definición del antropólogo Marc Augé, al lado de una amiga que es familia. Me agrada que el Diccionario de la RAE, que aún sigue definiendo matrimonio como la «unión de hombre y mujer», me dé la razón en mi concepción de la misma, no vinculada, necesariamente, a la consanguinidad.

Son varias las acepciones que así se refieren a ella, aunque yo me quedo con la séptima, aquella que dice que una familia es un «grupo de personas relacionadas por amistad o trato». Y es eso, familia, lo que esta amiga y yo somos, de ahí que ahora esté junto a ella, al lado de su cama, velando por una recuperación que, como buena enferma, espera que sea más corta de lo que los médicos pronostican. Llevaba casi dos años esperando para someterse a una operación que, sin revestir gravedad, no deja de ser una agresión, y así lo siente el cuerpo, que se duele y resiente. A su vera también han acudido tres de sus hermanas, ellas sí vinculadas por lazos sanguíneos, ellas sí ejemplo de que hay familias que lo resisten todo, incluso la muerte y la enfermedad. Las observo y me observo. Veo cómo me ven. Son bien distintas. Su madre, una mujer fuerte, valiente, que enviudó joven y se quedó con ocho hijos, las enseñó a ser autosuficientes, a no depender, jamás, de un hombre. Fue la primera lección de feminismo y sororidad que aprendieron sin que ninguno de los dos términos estuviera todavía en el diccionario ni en el enfangado debate público.

Desde entonces, y sobre todo a raíz del fallecimiento de su madre, las cuatro, las más pequeñas, se protegen y se cuidan, están pendientes de las vidas de las otras sin meterse en ellas, que es la mejor forma de hacerlo, la única válida. Todas tienen carácter, son complejas, que no complicadas. A veces discuten hasta ser capaces de estar semanas sin hablarse. Entonces se dan un tiempo, se conceden espacio. En ese intervalo, se echan de más y también de menos. Pero siempre se reencuentran con naturalidad, sin necesidad de forzar los apegos, que, en ellas, parafraseando a Vivian Gornick, nunca son feroces.

Las envidio. Ansío lo que tienen, lo que yo perdí y en ellas, gracias a ellas, con ellas, he recuperado en parte. Me pregunto si me ven como a una extraña, si ellas también consideran que la familia no es únicamente la que te toca, sino la que tienes la suerte de poder hacerte, si les molesta mi presencia en ese círculo sagrado. Cuando la vida se te rompe por la mitad en plena adolescencia, en el momento en el que descubres que las madres se mueren y la enfermedad mata, es difícil reconstruir un hogar reducido a escombros. Esa fue mi desgracia, contrarrestada, años después, con la fortuna de haber conocido a esa amiga a cuyo lado ahora estoy, sin moverme, pendiente de cada uno de sus movimientos.

La pérdida ha condicionado tanto mi vida que tiendo a cuidar tal vez en exceso. Lo sé. Igual que sé que es eso, exceso, lo que sus hermanas pueden percibir en mi comportamiento hospitalario. Es posible que, incluso, las aturda con mis atenciones. Nada puedo hacer para cambiar, y tampoco quiero. Ya lo escribió Stendhal: «Me asalta continuamente el miedo de no haber expresado tal vez más que un suspiro cuando pensaba que estaba escribiendo una verdad».

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