Opinión | A vuelapluma

Un país que aún no duerme en paz

La Generalitat respetará  la voluntad de las familias de las 41 fosas de Paterna

La Generalitat respetará la voluntad de las familias de las 41 fosas de Paterna

Voy a hablar de memoria histórica (o democrática, según uso más actual). No sé si quiero hablar de memoria, de pasado, huesos, fosas y cunetas; de barbaries e injusticias. No quiero hablar de buenos y malos. No sé si es posible cuando se hurga en una guerra, que es siempre una historia de bandos, frentes y trincheras donde no existe la tierra de nadie. No sé si quiero, pero tengo claro que este país necesita hablar de memoria, de su guerra, asumir un dolor común para respirar mejor. Tengo claro que vuelve a sonar con fuerza la caja de la memoria porque vuelve a ser tiempo fértil para los bandos, tiempo en el que importa más quién dice que lo qué dice. Si es de los míos, es bueno. Si es de los otros, sus palabras sobran.

Cuando este país decidió en la transición desde la dictadura aparcar la cuestión de la guerra y la memoria para no reabrir heridas (esa frase tan manoseada entonces y después), también estaba señalando que ahí había un problema que nos dejaba en herencia. Duele reabrir porque no hay consenso, no hay paz. Queda guerra, de otra forma, pero guerra. Que este país no tenga un museo de su guerra es la mejor prueba de que queda un problema. En cualquier ciudad alemana puedes encontrar espacios para recordar y reflexionar sobre el holocausto. Aquí no hay nada sobre el horror propio. Algún proyecto en marcha ahora, pero incluso envuelto también en la polémica. Lo nuestro no es paz. La paz es otra cosa, un lugar donde no importa ser ganador o perdedor porque el trauma ya es pasado. Aquí el pasado es presente.

Voy a escribir sobre memoria con la cabeza aún en las páginas de La llamada, una historia de otra memoria, la de la dictadura y la represión argentinas. Una historia que busca los pliegues, las zonas difíciles del pasado donde los buenos no son seres planos y los malos también pueden ser humanos. Leo y me tropiezo con mi sombra en el pasado. El libro de Leila Guerriero es una semblanza honda de una de las supervivientes de uno de los grandes espacios del horror del siglo XX: la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), en Buenos Aires. Más de 5.000 personas fueron torturadas y salieron de allí en aviones de la muerte para ser lanzadas al mar. Un centenar sobrevivió. Quién sabe por qué. ¿Por un plan político? ¿Por el azar de una llamada telefónica? Una de ellas es Silvia Labayru, la mujer sobre la que gira La llamada. Otra es Norma Susana Burgos, que también transita por las páginas del libro. A veces, con honor. Otras, para mostrar la dureza de la supervivencia, cuando seguir viva es un misterio. El nombre me toca cerca. Vive en los alrededores de València desde hace mucho. La entrevisté hace mil años. Recupero aquel momento y aquel texto de 1997. Recupero a aquel joven que sabía poco de los recovecos difíciles de la vida y no sabía qué buscaba, más allá de intentar contar historias. Leo y sospecho que disfrutó más el periodista que la víctima. «¿Qué es el miedo?» «No poder dormir. No duermes hasta que no curas las heridas interiores».

Quizá este país sigue sin dormir en paz, sin sanar sus cicatrices interiores. Sé ahora que el periodista se dejó fuera el dolor más personal de aquella mujer, porque las supervivientes salían señaladas por seguir vivas: algo habrían hecho, habrían delatado a otros. Cargadas con el estigma de vivir, muchas se exiliaron. Por eso también Norma Burgos estaba en València.

La historia no es plana, evoluciona. Quizá hay un momento en que el reduccionismo no sirve y surgen las personas, por encima de bandos, de buenos y malos. También ha pasado en España, pero cuesta, aquí volvemos pronto y fácil a las anteojeras.

Voy a escribir de memoria, de esta última oleada de rabia, y lo primero es poner algo de orden. El asunto vuelve por unas leyes que distintos gobiernos de PP y Vox, el valenciano entre ellos, promueven. Unas leyes para cambiar la doctrina actual sobre memoria. Este objetivo sí estaba en el programa electoral de Vox, pero no en aquel con el que el PP de la Comunitat Valenciana ganó las elecciones hace un año. Y esta revisión de la memoria sucede solo ahora en territorios donde operan alianzas con Vox. No pasa en Andalucía ni en Galicia, cuyos presidentes han dicho que no está en sus planes. El contexto ayuda a entender. El PP ha intentado decir que su objetivo es dar cobertura de víctima política también a las del terrorismo, pero hablar de memoria en este país es hablar de la guerra y la dictadura. Lo demás son estrategias para esquivar la polémica. Equiparar a víctimas olvidadas y humilladas con otras que han recibido homenajes es ensalzar la injusticia. Poner al mismo nivel la represión del Estado con la violencia de extremistas de un bando y otro es mezclar concordia y olvido. ¿Cómo voy a olvidarme?

Luego ha venido la reacción del Gobierno, con visita mediática incluida del presidente Pedro Sánchez a las fosas y los huesos de Cuelgamuros y una ofensiva internacional contra estos planes, porque ha visto la oportunidad de volver a exhibirse como el dique, la última frontera frente a la barbarie.

La estrategia política durará lo que dure. De unos y otros. Lo más real de este episodio, que será pasado arrollado pronto por otro en esta fiebre del espectáculo, es que ha vuelto a exhibir una sociedad sin paz sobre su pasado. Un país que aún no duerme en paz, sin curar sus heridas interiores, se levanta como puede, arrastrando los pies.

Iba a escribir sobre memoria.

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