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Fernando Pessoa

Desbaratar las ilusiones

De la heteronimia surge la evolución. Heteronimia emancipada que abdica, se sienta al sol, y se convierte en rey de uno mismo

Desbaratar las ilusiones

La precisión del joven Fernando Pessoa era una derelicción anunciada. A los 34 años escribió El banquero anarquista, un diálogo sobre el anarquismo. No es una exageración entenderlo como un pormenorizado examen del tema. Quedaron establecidos el rigor de sus poemas (diarios minuciosos) y su estilo.

Con las intervenciones de los dos interlocutores, el banquero y su amigo, Pessoa compone un potente argumento. El aplomo del texto se revela en cada malentedido que se le atribuye. No es un alegato del egoísmo; es un estudio sobre las convenciones o ficciones sociales y su perdurabilidad. Un anarquista, dice Pessoa, es «el que se rebela contra la injusticia de que nazcamos desiguales socialmente», por ello, busca«la rebelión contra las convenciones sociales que hacen esa desigualdad posible».

El joven escritor casi desesperó de su planteamiento porque, dice: «querían la libertad pero que fuesen los otros los que se la consiguieran». Supo pronto que se trataba de «trabajar juntos para el mismo fin, pero separados». Quiso, entonces, huir. Como cuenta en el Fragmento 64 de Libro del desasosiego: «Mi deseo es huir. Huir de todo lo que conozco, huir de lo que es mío». Era la declaración de una renuncia. Pessoa quería ser otro. Esta fue la directriz de su vida. La heteronimia fue su estilo para liberarse de la «monotonía de sí mismo». Para huir de la monotonía, Pessoa creó una pluralidad de heterónimos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Bernardo Soares. Fueron sus camaradas.

Un heterónimo es el ensayo de una «abdicación», si se recurre al poema homónimo del autor. En otro poema, en No tengas nada en las manos, dice: «Siéntate al sol. Abdica / Y sé rey de ti mismo». Un heterónimo no es una lisonja, es rotundo. En torno al término «abdicación» gira una constelación de heterónimos. Recuerda a un zoótropo. En plena cesión de sí se da un desconcierto, porque un heterónimo es Nadie. ¿Abdicar en un heterónimo es posible? La heteronimia, proa del nombre, es, a su vez, una adulación, y también una insolencia que convierte la estrategia en una de las bellas artes que de Pessoa cautiva cada vez más.

Los dos interlocutores de El banquero anarquista son los primeros heterónimos de Pessoa, porque son él mismo. Es, pues, un diálogo que anunciaba una tertulia. Pero los heterónimos, ellos, no quieren serlo. Nadie quiere ser un heterónimo, cárcava, penumbra de un rostro de autor. No aceptaron la tiranía. Quisieron regirse por normas autónomas. Emanciparse. Los heterónimos, herederos anarquistas, sublevados, renunciaron al traspaso que pretendía Pessoa. Todos regresaron a él en bandada. Entonces, ¿quién ahora?, ¿dónde ahora? Cada heterónimo es un laberinto de árboles genealógicos que hace del autor un apasionante embrollo casi indescifrable. Y, por ello, su obra, es un trastabillado árbol genealógico (en fin, proyecciones; mírese desde Freud o desde Lacan) de cuyo encanto ningún lector se priva. Todavía muchos quieren escribir como él.

Renunciar a la herencia es un desafío que, desde el principio, Pessoa dirigió a las convenciones literarias. Sentir la falta de una estela fue su anhelo anárquico. Pensó que remontar los peldaños de la libertad a través de la literatura era una necesidad. La vida de Pessoa fue el relato de una pretendida absolución, de un desamarre. Los ha habido de mil tipos. Todos reivindicaciones del mismo anhelo. El Segismundo del Calderón de la Barca de La vida es sueño no cesaba de decir encerrado por su padre el rey Basilio: «¡Ay, mísero de mí, y ay, infelice!» De otro modo muy diferente, se reclama lo mismo en Hamlet (una absolución del pasado). Ásperos frutos de los árboles genealógicos.

La terminología de Pessoa, eventualmente tosca, ciega los ojos de algunos intérpretes. Los malentendidos en torno a su interpretación del anarquista se deben a su lucidez. Son extremadamente palabras. Este libro de Pessoa requiere una lectura de años. El autor condensa en pocas páginas un arco intelectual que va desde la eclosión de la modernidad hasta la actualidad pasando por las cúspides de la Ilustración como La reivindicación de la libertad de pensamiento de Fichte. La brevedad del texto, el ritmo desatado y la minuciosidad del análisis, lo hacen equiparable al diálogo de Diderot El sobrino de Rameau. Cabe soportar el atrevimiento de defender la veta que del adelantado Nietzsche de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral hay instalada en Pessoa.

Ni siquiera un nobel de literatura rechistó al escribir acerca de la fecha de la muerte de uno de los heterónimos de Pessoa, Ricardo Reis. ¿Este era Pessoa? La respuesta es tan precisa como lo era el joven autor. Murió el 30 de noviembre de 1935. Fue una hecatombe. Ese mismo año había redactado en tercera persona una ficha autobiográfica (con la que se abre la edición bilingüe y anotada de la Antología de Álvaro de Campos, Editora Nacional, 1984). Pessoa nació el 13 de junio de 1888. Esto es lo importante.

El banquero anarquista habla de un golpe de fortuna, de la mayor riqueza: descubrir que lo establecido es una ficción. El banquero no es un especialista del dinero. Es el banquero de la creación, del gesto ladino. Para Pessoa, la Calle de los Doradores de Lisboa era el mundo. Él atraviesa las rejas que circunscriben lo posible. Así, pues, un heterónimo no es una veleidad. Pessoa nunca ridiculizó la libertad ni la soledad. Él permaneció en su soledad, como un haz de abdicaciones, y nada quiso en sus manos.

La falta de libertad es una dejadez, una pereza. En esa desestructuración irrumpe el arropamiento de una posesión, como la del banquero-de-sí. Es el banquero de la libertad. Pessoa, en el diálogo, dice que cuando tenía 21 años: «éramos todos pobres, y, que me acuerde, no éramos muy estúpidos. Teníamos cierto deseo de instruinos, de saber cosas», «queríamos para nosotros y para los demás, para la humanidad entera, una sociedad nueva, libre de todos esos prejuicios, que hacen a los hombres desiguales artificialmente y les imponen inferioridades, sufrimientos».

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