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DIME QUE ME LEES

Malditos adjetivos

El estilo es el hombre. Lo dijo el conde de Buffon en su discurso de entrada en la Academia Francesa, en el ya lejano año de 1753. Me he acordado del famoso naturalista tras la lectura de dos novelas recientes: El diablo tras el jardín, de Ginés S. Cutillas (Pre-Textos) y Mar abierto, de Benjamin Myers (Tusquets). Aunque de temática similar, son muy distintas. Pero pueden leerse en paralelo.

Son dos historias sentimentales, en el mejor sentido de la palabra. Dos novelas de iniciación. Una protagonizada por un niño a punto de pasar a la adolescencia. La otra, por un adolescente en plena agitación. En ese tránsito hay una guía que, si no marca el camino, por lo menos señala una deriva. Son las recomendaciones de lecturas que hacen los respectivos mentores, un abuelo y una señora nada convencional. Y en ambas, los protagonistas tendrán que desvelar un secreto que hunde sus raíces en la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, los paralelismos. Pero nada más, porque estas dos novelas representan formas antagónicas de entender el discurso literario

Ginés S. Cutillas construye su novela en torno a sesenta y seis breves capítulos que, a la vez que cuentan pequeñas historias, alimentan el misterio del texto. Un texto en el que la voz del narrador, que es el protagonista adulto, lejos de dejarse llevar por la nostalgia, logra transmitir la ingenuidad del niño y sus andanzas por el Cabanyal de los años ochenta. El diablo tras el jardín es una novela de intriga y también de amores adolescentes, en la que niños y niñas juegan a representar los libros leídos. Escrita con frases cortas y ninguna floritura, la narración transmite sentido del humor y un punto muy medido de realismo mágico. Una novela que no hay que perderse.

Aunque la historia que cuenta Benjamin Myers en Mar abierto no carece de interés, su estilo es, a veces, tan relamido y almibarado que roza la cursilería. «La blanca nieve virginal aparecía impura». Y en ocasiones, tan grandilocuente que resulta cargante. «(…) explorar lo que hubiera al otro lado de ese espejismo reverberante que transformaba el horizonte en océano ondulante de verdes florecientes». Prosa sonajero, que decía Juan Marsé. Y es que hay que ser muy pretencioso para llamar a un caracol «hermoso gasterópodo peripatético».

La tumba del conde de Buffon fue profanada. Lo que queda del cuerpo se guarda en una cripta. Su cerebro, en otra. En cualquier caso, su espíritu mora en su obra. Por eso, en el improbable caso de que llegaran a sus oídos tales adjetivos, clamaría contra «esas chispas obtenidas a la fuerza, haciendo chocar las palabras unas contra otras y que nos deslumbran solo unos instantes para dejarnos en seguida en tinieblas».

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