Dime que me lees

El callejero y sus derivas

Manuel Peris

Siempre me han gustado los callejeros. De niño competía con mis hermanos a ver quién conocía mejor las calles del ensanche barcelonés, el barrio en el que empezamos a movernos sin tutelas. Uno de ellos, gran memorión, se empollaba la guía urbana de editorial Pamias y siempre ganaba. Luego con los años, el juego se tornó afición y he disfrutado con la toponimia urbana. La real y la literaria. Los nombres de las calles dan mucho de sí. Para algunos escritores, como Georges Simenon, las calles son un personaje más de sus novelas.

Cuando las leí, hace ya muchos años, no podía evitar mirar L’Indispensable, el mejor callejero de París. De haberlas leído en estos tiempos de Google Maps y su visor de calles, la manía me hubiera demorado mucho el desarrollo de la trama. Decía Pessoa que el ambiente es el alma de las cosas. Pues entonces, las calles son el espíritu de la ciudad.

Llega ahora a las librerías El callejero, un ensayo de Deirdre Mask, publicado por Capitán Swing, que, como reza su subtítulo, explica qué revelan los nombres de las calles sobre identidad, raza, riqueza y poder. El estudio empieza en Estados Unidos, donde por sorprendente que pueda parecer, hay numerosas zonas rurales que no tienen direcciones postales, lo que dificulta el derecho al voto, o el acceso al crédito. Aunque, paradójicamente, hay vecinos de Virginia Occidental que se oponen a ellas, pues las consideran una forma de vigilancia y de control fiscal. Un rechazo que, como documenta Mask, también se produjo en algunas zonas de Europa en el siglo XVIII.

En Calcuta, la nomenclatura y el censo de los suburbios, se convierte muchas veces en un pasaporte alimentario y una vía de acceso a los servicios mínimos sanitarios. En otras zonas pobres del planeta, como a principios del Londres decimonónico, mapear las ciudades tiene una importancia capital en el control de las epidemias. En Irlanda del Norte («donde las calles no tienen nombre», cantaba Bono) una joven trabajadora del padrón fue abatida a tiros porque unos miembros del IRA creyeron que el censo era una forma de espiarlos.

Entre las muchas historias que cuenta Mask, el callejero más misterioso, como tuve ocasión de comprobar en un viaje y la autora intenta explicar, es el de El Imperio de los signos, como Roland Barthes tituló su libro sobre Japón.

En el último capítulo, Mask plantea la inquietante cuestión de si en un futuro las direcciones postales están condenadas a desaparecer con las iniciativas que, ante la dejadez de los estados, están implementando algunas empresas tecnológicas dispuestas a codificar nuestras residencias. Evidentemente, después vendrá la monetización del invento… clin, clin, caja. El panóptico digital cada vez afina más.

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