Todos tenemos familiares y amigos cuyas vidas, estos días, se han visto alteradas por el fuego. La incertidumbre y la sensación de pérdida eran absolutas. Para muchos de los evacuados había llegado la hora del duelo y las ruinas, de sentir el zarpazo del desamparo, de ver su casa reducida a escombros. Las viviendas que han permanecido intactas o menos afectadas mostraban sus jardines carbonizados, rodeados de esqueletos de pinos en medio de un silencio inédito. Eran imágenes duras y difíciles de olvidar, porque bruscamente la zona asolada por el fuego se había convertido en algo sin sentido, en un lugar que ha dejado de serlo, en un no-lugar en el que el tiempo se había detenido.

Después de un gran incendio, todos los paisajes se parecen: la naturaleza no es muy distinta de un panorama lunar y en los espacios habitados una sustancia que no refleja la luz cubre un caos de estructuras vacías, automóviles reducidos a cáscaras, hierros caprichosamente retorcidos salidos de cualquier parte, árboles muertos pero en pie, como en un cuento de terror, chalets y «casitas» de veraneo convertidos de repente en material de derribo. Todo lo visible, todo rastro de vida humana o vegetal había sido absorbido o infectado por ese color repugnante que impregnaba el mundo, nuestro mundo, sobre el que flotaba el pestilente olor de la destrucción. Como comentaba uno de los vecinos al acceder, después de cuatro días de inquietud, a su vivienda milagrosamente intacta, «era un espectáculo de guerra».

Ante una desgracia así quizás sea precipitado preguntarse si habría podido prevenirse. Pero, a pesar de todo, algunos se lo preguntan, como Greenpeace y otras organizaciones ecologistas, y nadie duda de sus buenas intenciones ni de su solidaridad con los damnificados. Unos lo han perdido todo pero todos hemos perdido parte de un paisaje que también era el nuestro.

Según las organizaciones ecologistas, a pesar de que en ese sentido reconocen progresos, en la Comunitat Valenciana (una de las autonomías más castigadas por el fuego) todavía se invierte mucho menos en prevención que en extinción, hace falta incrementar la normativa, y que se cumpla la actualmente vigente, algo que según Greenpeace no siempre ocurre. Es un problema general, institucionalmente transversal, que, pese a su urgencia, no permite soluciones fáciles ni a corto plazo. Los análisis de los ecologistas son recurrentes y, como siempre, están llenos de sentido, pero no es menos cierto que en el origen de algunos incendios se dan combinaciones fatales que los hacen imparables, y en el que ha arrasado Marxuquera es probable que se hayan producido. Tenemos derecho, claro está, a explorar el problema pero la obligación de no reducirlo al perímetro de nuestros prejuicios y pasiones o de nuestra geografía e intereses personales.

Sería injusto, en este caso, caer en la tentación de buscar chivos expiatorios, más aún cuando el desalojo de la zona afectada y el operativo asistencial creado por las administraciones han sido modélicos y no se han producido víctimas mortales. Por eso, instrumentalizar una desgracia colectiva para hacer demagogia barata e intentar dividir a la ciudadanía no es que sea miserable, como dicen algunos, a estas alturas es simplemente grotesco.

No es la primera vez que individuos como Torró o Barber intentan manosear el dolor o los problemas de los ciudadanos. Durante la crisis lo hicieron con el paro prometiendo puestos de trabajo, lo hicieron durante cuatro años mientras abrasaban la Hacienda local sin perder la sonrisa, y siguen haciéndolo cada vez que abren la boca con la deshonestidad y el descaro habituales para soltar, como decía Ortega, sus expectoraciones mentales. Después de la catástrofe, lo que menos necesitamos son discursos incendiarios, tan inútiles como los irresponsables, como los bárbaros que aún los mantienen.