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Consenso y polarización

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, antes del reciente debate que mantuvieron en el Senado. isabel morillo

La ausencia efectiva de «consensos» contrasta llamativamente con su reivindicación habitual, y así ese término ha quedado reducido a un simple giro retórico que ni siquiera sirve como horizonte de la «polarización». Todo el mundo habla frecuentemente de «consenso», atribuyendo al adversario político la falta de voluntad necesaria para hacerlo posible, lo que también sucede, por cierto, con la palabra «responsabilidad».

Consenso y polarización

Probablemente, por las especiales características de la democracia española (a la que la BBC aún llamaba «joven» hace una década) seguimos recurriendo a una expresión cuyo prestigio se remonta a los tiempos de la Transición pero que, por sí sola, no sirve de gran cosa para explicar situaciones actuales. La palabra «consenso» es sinónima de «acuerdo» y «negociación», dos condiciones necesarias e intemporales de la política democrática que aún seguimos localizando en la Transición, como si aquel periodo mitificado fuese un pozo de conocimiento inagotable, el espejo en el que deberían mirarse los políticos y partidos actuales, incapaces, como decía Alfonso Guerra hace tres años, de estar «a la altura del país». Extrañamente, nadie defiende la tesis, no menos razonable, de que la palabra «consenso» es una rémora semántica, como el propio Guerra es una rémora política, y que fuera de sus connotaciones históricas, crea efectos perversos en la medida en que nos traslada a una presunta edad dorada de la política que no solo es, por definición, irrecuperable, sino rotundamente falsa en muchos sentidos, como indican todas las cuestiones que oportunamente quedaron al margen de los pactos de ese periodo histórico sacralizado hasta la beatería.

Por una simple cuestión práctica, quizás habría que desterrar la palabra «consenso» del vocabulario político como un producto amortizado del año de la pera para hablar, con más realismo, de polarización, puesto que existe, y de la ausencia de acuerdos que la originan, no menos ciertos, así como de sus responsables, que convendría señalar sin caer en enunciados del tipo «los políticos de hoy son...» o en los fraudes de la nostalgia.

De lo contrario corremos el riesgo de que la palabra cree la cosa, de la que gramática del pasado sea el único molde de la acción política actual y de que parezcan tener razón quienes, como Guerra, contribuyeron a laminar la autocrítica de su partido, demuestran una memoria selectiva lamentable y parecen incapaces –cosa muy frecuente hoy y no solo en política- de envejecer sin perder el sentido de la realidad.

Puesto que la polarización existe, ¿qué fuerzas políticas la originan? Esta es una pregunta con la que los equidistantes suelen desplegar generalizaciones del tipo «los políticos de hoy son...», pero lo cierto es que si todos los partidos polarizan no todos lo hacen ni en el mismo grado ni convierten la crispación en el caldo de cultivo de su acción política. No es una novedad sino un dato empírico que la crispación política desciende vertiginosamente cuando gobierna la derecha, ni tampoco nos engaña la memoria al recordar no solo las estrategias de acoso y derribo del PP al gobierno durante los meses más negros de la crisis sanitaria, sino la extensa cobertura mediática con la que contaron esas tentativas, insólitas en las democracias de nuestro entorno.

Por sí sola la apelación al consenso no es más que una demanda vacía cuando la mitad de la clase política española, los grandes medios de comunicación y las redes de poder que les sustentan ni creen en la cultura del pacto –es decir, en la virtualidad de la política- ni desde los tiempos de Aznar han dado muestras de querer situarse en la longitud de onda de los partidos liberales europeos. La derecha española ha creado una narrativa de combate refractaria a los «consensos», aunque frecuentemente los reclame o reemplace a líderes chillones por otros aparentemente más moderados. Pero ni hay ni habrá consensos sobre la ley del aborto, la ley de memoria histórica ni sobre la de educación, que Feijóo promete derogar si gobierna. Que el «efecto Feijóo» empieza a ser un efecto cómico es lo único sobre lo que puede haber consenso.

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