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De rey a rey

Los reyes, saludando a concejales de Gandia el pasado jueves.

Los reyes, saludando a concejales de Gandia el pasado jueves. / Perales Iborra

OPINIÓN / J. Monrabal

De la visita del rey Juan Carlos I a Gandia en 1976 solo recuerdo la imagen de un brazo que salía de una limusina negra que avanzaba lentamente por la avenida República Argentina, saludando al vecindario asomado a balcones y ventanas para ver aquella extremidad en movimiento. Al ver agitarse el brazo del rey recuerdo que recordé que en Sevilla le habían robado el reloj mientras estrechaba las manos de la multitud. Era la época de las grandes expectativas y la frase de Dickens volvía a estar de vuelta: vivíamos los mejores y los peores tiempos. Los primeros ayuntamientos democráticos todavía tardarían dos años en constituirse. El franquismo, fallecido su fundador en la cama, se resistía a desaparecer mientras sus viejas estructuras se hundían y su más correoso espíritu se enmascaraba en nuevas siglas, etiquetas y chaquetas. El heredero de la Corona era un niño de la edad de Pedro Sánchez, Diana Morant aún no había nacido y Adolfo Suárez se acababa de estrenar como presidente del gobierno. Todo estaba por hacer y hasta el desencanto tendría que esperar unos años para desplazar a las ilusiones y pasiones de una época en el que la palabra «Cambio» lo explicaba todo. 

Mientras el coche oficial recorría la avenida República Argentina, el rey Juan Carlos I de España movía el brazo saludando a un ritmo constante, en un gesto ensayado miles de veces en decenas de viajes fugaces como aquel, de promoción de la restauración monárquica: sin prisa, pero sin pausa, abarcando simbólicamente al pueblo llano que, desde aceras y fachadas, participaba entre aplausos en aquel insólito hecho histórico: un rey que recorría las calles de Gandia.

Un año después el propietario de ese brazo en alto dotado de un giro de muñeca solo al alcance de la sangre azul y de los jugadores de dados profesionales escribió una carta al Sha de Persia pidiéndole diez millones de dólares para frenar a los socialistas, que en las primeras elecciones democráticas habían cosechado más votos de los previstos, y consolidar así al «partido de la reforma», la UCD de Adolfo Suárez. Ese extraño y delirante documento que pedía ayuda a un autócrata para impulsar la vía democrática española solo se conoció veinte años más tarde y es otro de los baldones ocultos de la santificada Transición. No mucho tiempo después, los socialistas acabaron convirtiéndose en un puntal decisivo para la Corona, que tras el 23-F gozaba de un respaldo popular inmenso, como el propio líder del PSOE. Pero del dinero, nada se supo.

La historia oficial hizo de Juan Carlos I el hombre providencial que «trajo la democracia» y «detuvo el golpe de Estado», mientras otras versiones menos conocidas lo dibujan como un personaje mucho más vacilante en aquel trance. Pero entonces se decidió que la historia oficial era la más conveniente para todos. Para los socialistas, porque necesitaban un Jefe de Estado nimbado de gloria democrática para proyectarse como un partido de gobierno que había cortado amarras no solo con el marxismo sino con su pasado republicano, y para Juan Carlos I porque ese relato le permitía saltar a la historia como un monarca constitucional de corte europeo, como un rey que no iba a ser «el breve», sino que iba a durar. Aquel pacto no escrito tan conveniente se vendió y funcionó a la perfección y el PSOE resultó ser un partido tan moderado que durante catorce años la alianza no escrita entre los socialistas y la Corona no necesitó, para sostener al Estado, de la derecha española, aún lastrada de nostálgicos del franquismo y pendiente de un aggiornamento que nunca se produjo.

Esa larga separación del poder no fue olvidada por la derecha que, al llegar por primera vez al gobierno, no ocultó sus disensiones con la Corona, llegando incluso a inventar para la mujer del presidente Aznar el ridículo título de «primera dama» mientras el heredero de Fraga se entregaba a rehabilitar teatralmente la figura de Azaña. Pese a todo, Juan Carlos I mantenía un apoyo popular innegable (pocos eran monárquicos, pero abundaban los «juancarlistas») asentado sin embargo en silencios, escamoteos, anécdotas amables y retratos hagiográficos más que en la transparencia política e informativa de una democracia solvente o «consolidada», como solía repetir el rey en sus discursos navideños.

Tras los escándalos conocidos, la abdicación y salida de España del rey campechano a otro país autocrático cerraba el círculo de una trayectoria equívoca que, en perspectiva, puede verse como un episodio de otro siglo encajado a destiempo y a la fuerza en la historia de España. Y si la ejecutoria de Felipe VI como monarca no ha alcanzado (ni es probable que lo haga) el prestigio de su antecesor, tampoco ha agravado su inmenso descrédito final, porque por debajo de la imagen del rey defraudador solo quedaba ya la desaparición de la institución real, la Tercera República, ese tabú que nadie menciona ni siquiera como posibilidad, asumiendo el legado de hierro del franquismo.

Todo eso ni siquiera podíamos intuirlo cuando, en una vida anterior, veíamos la mano real moverse gentilmente en el aire con la confianza de quien ha trabajado mucho el gesto. Y mientras la memoria vuelve a enfocar el coche oficial de Juan Carlos I rodeando ya la «rotonda», a punto de enfilar el Paseo y perderse de vista, hoy, cuando otro rey ha vuelto a Gandia para entregar unos premios, solo alcanzamos a pensar en estos tiempos líquidos, cínicos y amnésicos: ¡qué estafa!