Color local

Las corrupciones

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo / Levante-EMV

OPINIÓN / J. Monrabal

Hay que ver cuánto se corrompe el sanchismo: no solo se ha demostrado en el ‘caso Koldo’ sino que hasta la mujer del César está pringada en oscuros negocios de Estado. Y no solo eso. Para hacer frente a tales escándalos los medios de comunicación al dictado del gobierno intentan inmiscuirse en la vida privada de la presidenta de la Comunidad de Madrid, en cuyo domicilio han intentado deslizarse algunos periodistas «de izquierdas» encapuchados. ¿Qué tiene que pasar para que los españoles de bien reaccionen de una vez ante la insoportable dictadura de Pedro Sánchez y sus secuaces?  

Este es el discurso que maneja en el Congreso la oposición, formada por el PP, cuya cúpula financiera fue calificada por los tribunales de «organización criminal» y Vox, formación neofascista que sueña con meter en la cárcel al presidente del gobierno, ilegalizar a los partidos nacionalistas y liquidar las autonomías. Es un discurso que no se basa en hechos sino en la fabricación de bulos e insidias al más puro estilo de Donald Trump, el político más mendaz de la historia.  

En España la ética del trumpismo ha encontrado en la derecha española un área de cultivo especialmente fértil, pues desde hace décadas (como ha vuelto a comprobarse veinte años después de los atentados terroristas del 11-M) el desprecio por los hechos, las instituciones democráticas y la elaboración de fabulaciones delirantes han sido moneda corriente en el partido que dirige Alberto Núñez Feijóo, el hombre que llegó a Madrid con la vitola de «moderado» y ha terminado arrastrado por las facciones más ultramontanas y desequilibradas de su partido, lideradas por Isabel Díaz Ayuso.  

Hoy, cuando el primer enemigo de la convivencia es la desinformación y «los hechos alternativos» han asaltado y saqueado el santuario de los hechos probados, es muy difícil que las reglas de conducta democrática más elementales se impongan con éxito a las estrategias basadas en la difusión sistemática de falsedades. La administración regular de ese veneno ha hecho impermeables a un buen número de ciudadanos a cualquier señal de dignidad democrática y normalidad institucional, y es dudoso que en la actualidad las patrañas de Aznar tras los atentados terroristas de 2002 sufriesen el coste electoral que entonces recibieron. El mayor logro de esas técnicas de propaganda goebelesiana es haber despojado a los hechos de su consistencia habitual, y al debate público de todo crédito, de modo que el clima de insoportable crispación que refleja la política nacional puede repartirse a partes iguales entre la izquierda y la derecha o provocar la desidia narcótica de la ciudadanía hacia las reglas del juego democrático que legitimen futuras políticas autoritarias. Sembrar la confusión es la condición necesaria para invocar el orden. Al cóctel habitual de ETA, el golpismo catalán, la España rota, la ley de amnistía y la perversidad innata de Sánchez se ha añadido ahora la corrupción de su gobierno.

Pero el ‘caso Koldo’, que ha acabado fulminantemente con la carrera política de José Luis Ábalos por decisión de los órganos internos de su partido, es una bagatela, casi una anécdota comparado con las cotas de corrupción y cinismo alcanzadas por el bipartidismo pre-sanchista. Y especialmente con el nivel de basura acumulada durante casi veinte años por la derecha española, en la que incluso la ascensión de Feijóo a la dirección nacional del PP fue resultado de la denuncia de Pablo Casado sobre un indicio de posible corrupción que apuntaba al entorno de Isabel Díaz Ayuso pero que acabó con la defenestración del propio denunciante (caso único en las democracias liberales conocidas), no con una investigación interna o con la adopción de medidas políticas higiénicas, sometidas a una serie de principios positivos. Hay una diferencia abismal entre la conducta de quienes políticamente nunca han hecho nada contra la corrupción propia y la de un partido que expulsa inmediatamente a un diputado y exministro, no imputado en ninguna causa, pero sobre el que pesa una responsabilidad política evidente. En cambio, sobre Díaz Ayuso no pesa ninguna responsabilidad política, según los códigos de conducta del PP, y bien puede seguir amenazando y difamando a periodistas y medios de comunicación o soltando embustes e insultos a voleo sin que pase absolutamente nada, porque el gran problema nacional no son Díaz Ayuso y quienes se enriquecen una y otra vez a su alrededor sino la mujer de Sánchez.

Las sospechas que vierten hoy contra ella las derechas ultras españolas arrastran el mismo tufo irrespirable de sus estercoleros ‘fake’. En este asunto, la construcción de la insidia sigue el burdo modelo de la teoría de la conspiración sobre el 11-M. Si todavía sigue en pie ese delirio no es sorprendente que quienes apuntan sus trabucos sobre Begoña Gómez presenten como otra conspiración, cuatro años después, el rescate en plena pandemia de Air Europa, aunque cualquier otra excusa podría haber servido para alimentar la máquina del fango.

La corrupción de los discursos públicos y el descrédito de las instituciones, el señalamiento mafioso de periodistas, medios de comunicación y la elaboración sistemática de noticias falsas ha trasladado ya totalmente al PP a los sumideros ideológicos de la ultraderecha. Ese contagio, ya apuntado por por los autores de ‘Cómo mueren las democracias’, no parece importar a Feijóo ni a nadie en su partido, pero debería importar a los demócratas que aún queden.