Mestalla sometió al Sevilla a la presión ambiental más intensa. El fútbol despierta su máxima emotividad cuando toca los extremos: euforia o supervivencia. Por ese motivo, el encuentro respiró una vehemencia más propia de una final de Copa del Rey, por mucho que en juego no había otro objetivo que asegurar la permanencia en Primera y dar por zanjada la pesadilla. Desde el gozo por una primera parte casi perfecta, al sufrimiento de una segunda mitad en el alambre y la explosión final de felicidad, Mestalla las vivió de todos los colores.

Cuando en el viejo estadio se conjugan los dos factores, una hinchada apasionada y un equipo desmelenado, el Valencia parece un bloque casi intratable. Una de las claves, en la grada y el césped, fue encarar el partido con determinación y alegría, dejando a un lado toda la histeria que ha bloqueado piernas y garganta, engordando la bola de nieve hasta convertirla en alud. Así, con una atmósfera festiva, con decibelios ensordecedores cada vez que la pelota caía en los pies de Rami y Banega, dos ex con agria despedida, el Sevilla se empequeñeció con la furiosa entrada en el encuentro de los valencianistas. Desde muy pronto se acumularon córners (4 en 8 minutos, 7 a los 19), todo un indicador psicológico, combustible anímico para que se aumentara la presión sobre un rival al que no se le daba respiro, zarandeado constantemente, que perdía cada pelota dividida, que se resignaba a no salir prácticamente de su área.

Desde la grada se daba al partido la lectura correcta. Poco hostil con el rival (la rivalidad solo apareció en los minutos finales) y más enfocada a dar alas a los suyos. La Curva Nord supo contagiar al resto del estadio con cánticos clásicos, sencillos pero con décadas de antigüedad, los que todo el personal se sabe de memoria. El equipo respondía. Dani Parejo dirigía la orquesta, Javi Fuego era un guardaespaldas presente en todos los rincones, André mostraba la exuberancia de su zancada, Rodrigo y Mina desbordaban, y en Alcácer se reconocía la rabia vieja evoca a Guillot, Mario o Lubo. El Valencia merodeaba una y otra vez la portería de Sergio Rico, con llegadas, centros donde se pecaba, quizás, de poca pausa y ocasiones clamorosas como la desperdiciada por Parejo. El de Coslada se desquitó en el momento oportuno, de la forma más bella. Con un impecable golpe franco en el minuto 44. Los cimientos temblaron con el gol y con el siguiente zarpazo al poste de Mina.

Inoportuno descanso

El tiempo de descanso era un trámite que estorbaba, que rompía la inercia arrolladora instalada en la soleada tarde. A poco que el Sevilla, una nulidad hasta entonces, compareciese, que retocase piezas (Vitolo y Gameiro estaban en el banquillo), en el Valencia iba a asomar el nerviosismo de un equipo errático, en crisis. Un par de aproximaciones visitantes bastaron para que el partido navegase en una incertidumbre multiplicada por la escasa ventaja en el marcador y la ya clásica erosión física blanquinegra de las segundas partes. El gol del empate sevillista, en el 85, tras tanto derroche, parecía un mazazo casi insuperable. De hecho, en plena zozobra parecía más factible que el Sevilla marcase el segundo y prolongase la maldición. Pero, en el descuento, llegó el gol liberador de Negredo. Un tanto cargado con justicia poética, con la pizca necesaria de fortuna que se le ha negado al Valencia contra los hispalenses en los últimos años.

El resultado final fue el colofón a una tarde que empezó con el cálido recibimiento al Valencia. La afición se citó a las 14:30 horas, a la llegada del equipo al estadio. Miles de rollos de papel se lanzaron al paso del autobús blanquinegro.