Nunca olvidaré, y él no me desmentirá, una de las varias lecciones, todas del mismo tenor, que me dio Santiago Calatrava, nuestro genial arquitecto, con permiso de Ricardo Bofill. Estábamos, él y yo solos, en uno de los restaurados salones de la Consellería de Hacienda de Antonio Birlanga, que como todo el mundo sabe, se ubicó a empellones en el viejo Palacio del Almirante, en tiempos de Juan Lerma. Andábamos a la espera de otra reunión con la santa trinidad política de la futura Ciudad de las Artes y las Ciencias, en aquel entonces Ciudad de la Ciencia y la Tecnología, y nuestra vista andaba perdida por el espléndido artesonado, o mejor, recuperada viguería polícroma, del salón. Como la cosa se hacía larga, y ya habíamos recorrido las vigas, la familia y el tiempo varias veces, Santiago comenzó a impartir magisterio arquitectónico de excelencia al neófito.

«Ves, Antonio, Este precioso sitio fue palacio, luego ruina, luego almacén, luego academia, que yo me acuerde, luego más ruina y por fin... ¡conselleria!». Quería decir, y bien que se encargó de remachármelo, que la función del arquitecto era crear belleza. Esa belleza, otros la aprovecharían, o la desaprovecharían, o la desaprovecharían y la volverían a aprovechar, pero si realmente la belleza había sido creada, ahí quedaría por los siglos de los siglos, independiente de los oscuros y efímeros designios de sus coyunturales promotores, propietarios u ocupantes. La arquitectura bella trasciende la función.

Andaba yo por aquel entonces bastante mosca por los problemas de coordinación que mi equipo de contenidos andaba teniendo con el autor del continente y sus corifeos de la dirección general de arquitectura de la Generalitat, siempre resueltos, faltaría más, a mayor gloria del simpar arquitecto. Y es que los más de cincuenta científicos, museólogos

y diseñadores, de lo mejorcito que había en las universidades valencianas, se empeñaban en disponer sus proyectadas exposiciones, y las transiciones entre ellas, sin hacer demasiado caso del continente, o peor, criticando los insoportables corsés que quería imponer a su creatividad y eficacia expositiva el aquel entonces naciente caparazón.

Y eso que yo sabía con qué percal comerciaba. Una de las biblias de la museología, el «Manual of Curatorship», de John M. A. Thompson (Ed.), dedica uno de sus capítulos, el 19, a las relaciones entre arquitectos y diseñadores de contenidos, y claramente se advierte en él al pardillo responsable de contenidos de cualquier proyecto museológico que tiene la batalla más perdida que Napoleón en Waterloo. A mayor abundancia, ya era poseedor yo de la medalla de la Villete, la Ciudad de la Ciencia y la Industria, de París, en la que por una cara se ve una especie de mono astronauta y por la otra... una imagen del edificio con la leyenda «Adrien Fainsilber, architecte». Del tipo que la concibió, ni jota.

Al final, claro, aprendí en mis lomos la lección que Calatrava resumió admirablemente en un momento de aquella reunión con una frase para enmarcar: «Los arquitectos hacemos ruinas bellas». ¡Toma ya! Sus obras servirán en cada momento para una cosa, pero los simples mortales pasarán y ellas, y su maestro, claro, ahí quedarán. Cueste lo que cueste al líder de turno o a sus súbditos, claro. Tan profundamente imprimió Calatrava en mí su enseñanza, que no pude dejar de recordarla un día que andaba paseándome por la nueva estación de tren de Lisboa, la de la Expo´98, y observé maravillado dos espléndidas pasarelas que conectaban la estación, puro Calatrava, por encima de una autopista, con la explanada de la expo. Queriendo disfrutarlas me acerqué a ellas... para encontrar tres o cuatro de esas características vallas de obra cutre, atadas con alambres que cerraban el paso al ilusionado viandante. Pregunté por ello a mi acompañante, profesora de la universidad de Évora, quien me informó de que las malahadas vallas no se habían separado de las pasarelas desde días después de su inauguración. Ignoro si éstas, por su parte, ya han desaparecido.

Bonito hacían las pasarelas/ruinas. La pena es que al parecer nadie se atrevía en aquel momento a certificar su seguridad. Pero bonito hacían, es verdad. No me atrevo a decir lo mismo de las mastodónticas, y afortunadamente inutilizadas, escaleras de incendios que afean el puro diseño del costillar, palabras de Calatrava, que constituye la arquitectura del Museo de la Ciencia de Valencia.

Y es que, pese a los esfuerzos de Calatrava, y hace de esto ya más de veinte años, yo sigo sin estar convencido. Un arquitecto no puede, sin más, diseñar «belleza» para sí y para la eternidad. Sobre todo sin pensar en quién va a pagar la factura y si a los paganos les va a servir o no la obra, en ese momento y no un siglo después, para la función «oficial» que consta en su proyecto de ejecución. Calatrava acaba de decir que los casi cien millones de euros que se ha llevado de los bolsillos de los valencianos es justa correspondencia a la excelencia de lo obrado. Y yo, pardillo de mí, no puedo dejar de preguntarme: ¿excelencia, para qué? ¿Para hacer una postal bonita? ¿Para que vengan los turistas a admirar sus geniales formas? ¿Para que dentro de doscientos años se hagan peregrinaciones a sus loquesea?

Lo que a mí me interesa, cotizante de impuestos de los de ahora, es si con la monstruosa inversión realizada, y de la que Calatrava se ha llevado cien millones de euros, los valencianos hemos conseguido ser la leche mundial en ciencia y tecnología, o todavía más compositores de óperas de lo que éramos ya antes. Si lo invertido ha rendido adecuadamente o se ha ido en pozos de cemento. Si con la pasta de mis impuestos se ha creado, o no, un germen de un Silicon Valley de esos que fomentan inteligencias creadoras, dispuestas a patentar miles de inventos que se transformen en nuevos puestos de trabajo. Lo que quiero saber es a cuánto me ha salido la patente, de todas las que ha contribuido a inspirar la Ciudad de la Ciencia en los valencianos. O cuántos ancianos han muerto sin llegar a tiempo de ver concedida su ayuda a la dependencia, pese a todos sus informes favorables, porque se había gastado la pasta en arquitectónicas bellezas y avasallados ocupantes. Porque mis impuestos los pago ahora, no dentro de cien años, cuando la ruina siga siendo bella y sirva como estación espacial.