tribuna

Los jóvenes, esos influencers sin futuro

Javier Arias Artacho

Javier Arias Artacho

Tampoco es que sea aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor», oiga, que ya llovió una friolera de cinco siglos desde que lo escribió Jorge Manrique, pero qué quieren que les diga, la cultura del «no esfuerzo» y la apariencia como modelo vital no promete muchos premios Nobel y me temo que pocas personas felices. No son todos nuestros jóvenes los que viven la belle vie en el país de Nunca Jamás, pero sí una inmensa legión que ven en los influencers ese cruel espejito que llevó de cabeza a la envidiosa bruja del cuento, porque siempre habrá una Blancanieves más hermosa por mucho que se esfuerce. Ahí las tienes a ellas con esa naturalidad de horas de posado frente a cualquier playa de ensueño o en cualquier ciudad top, lo suficiente para hacer largos los dientes a quienes se han consagrado como followers: pechos en globo, morritos de pez, cuerpos tallados por algún Miguel Ángel de la cirugía estética y siempre esa lengua saludando a cámara, entre la diversión, la tontería y ese perfil cool que quizás incluya algún piercing transgresor. ¿Y ellos? Otro tanto de lo mismo, entre músculos hormigonados, videojuegos todo el día o viajando por países exóticos a lo Indiana Jones.

Nuestros jóvenes quieren ser influencers, pero no porque piensen que tal desempeño conlleva horas de dedicación y quebraderos de cabeza que no salen ante la cámara. Nuestros jóvenes más bien quieren vivir del cuento, viajando, ganduleando guapos y sin sudar la camiseta, como quien dice. Y mientras la mayoría sueña con esa quimera, viven como esclavos de una belleza de postal, mientras la Sociedad Española de Cirugía estética estima los 20 años como el inicio de los tratamientos para mejorar sus cuerpos. Es el caldo de cultivo de la superficialidad en una sociedad que te invita a adelgazar sin moverte del sofá, a aprender inglés en pocas semanas o a forrarte en días invirtiendo en la magia de los bitcoins.

No hace falta ser un gran visionario para saber que, al final, «de estos barros, estos lodos». Jesse Owens, uno de los mejores atletas de todos los tiempos, dijo: «para convertir los sueños en realidad se necesita una gran cantidad de dedicación, autodisciplina y esfuerzo». Es una obviedad, ya lo sé, pero muchos hoy no lo saben o, lo que es peor, no quieren saberlo, porque es mejor seguir en la caverna de Platón y ver la apariencia de las cosas. La falta de esfuerzo como modelo de vida solo tiene un resultado a largo plazo: inseguridad, fracaso personal y dependencia de los otros, y no hay que tirar de más sabiduría que la de la fábula de Samaniego, la de La cigarra y la hormiga. Escribía el francés Antonie de Saint-Exupéry que «lo esencial es invisible a los ojos» y mucho más cuando se educa para mirar desde la estupidez o lo simplón. Las cosas son más complejas que lo que reflejan las apariencias a simple vista y, para poder interpretar el mundo, debemos valorar las cosas por lo que son en realidad y no por los fuegos artificiales que a veces instalamos en ella. Cualquier otra cosa que la verdad, tiene el triste final de la frustración.

Este es el modelo que triunfa en nuestra sociedad acomoda, rica en lo material, pero cada vez más pobre en lo personal. Mientras tanto, quienes llegan a nuestro Edén apretando la necesidad entre los dientes, vienen dispuestos a luchar como nuestros abuelos y levantar un futuro en el que no estarán quienes hoy no lo imaginan: los que decidieron ser vagos sin poner los pies en la tierra.