Algo personal

Cuartel de zapadores

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Es un cuartel antiguo. Creo que alguna vez, cuando hice la mili, fuimos allí a jugar al baloncesto. Recuerdo poco de aquel tiempo. La maldita mili. Un tiempo más perdido que el que se inventó Proust en vez de zamparse la magdalena de un bocado. Igual si se la hubiera comido para desayunar, en vez de quedarse contemplándola tanto rato, no hubiera escrito los siete tomos de su novela. Una cosa es segura: nunca una pobre magdalena dio para tanto. Tampoco recuerdo cómo era aquel cuartel que ahora ya no existe. Sí que existe su aspecto de fortaleza oscura, de temblor inhumano, de vida sometida a la apisonadora del miedo. Ahora una parte de aquel viejo cuartel de Zapadores es un CIE. Un Centro de Internamiento de Extranjeros.

Llamar así a esos sitios es un eufemismo. En realidad son cárceles. Y funcionan en algunos casos peor que las cárceles. Dice CEAR (Comisión de Ayuda al Refugiado): en esos centros se «legalizan los desnudos integrales, permite a la Policía el uso de armas de fuego en su interior, facilita la gestión privada de parte de su actividad y profundiza en su carácter carcelario». Y lo de «extranjeros»: qué clase de extranjeros. Dicen que los ilegales. Qué es eso de la ilegalidad. Como dicen quienes defienden el cierre de esos presidios camuflados: «ninguna persona es ilegal». Para los defensores de los CIEs lo que es ilegal es la pobreza. Meter a alguien ahí es la antesala de su expulsión a su país de origen. Y mientras tiene lugar esa expulsión injusta, lo que se encierra en la sordidez de esos antros son en realidad, como dice Joan Sifre, «los sueños de mucha gente, de demasiada gente». Forma parte, él mismo, del equipo de acompañamiento de la campaña por el cierre de los CIEs. Desde hace muchos años, tiene lugar una concentración cada último martes de mes a una de las puertas del viejo cuartel de Zapadores: ·«no podemos tolerar el dolor inútil que causa un castigo injusto que no lleva a ninguna parte», escribe Sifre en una carta pública donde explica sus últimas impresiones del movimiento CIEs No. Un grupo que no se cansa nunca, que sigue ahí sin que el ánimo mengüe después de tanto tiempo, que es un noble ejemplo de resistencia insobornable.

Vivimos un tiempo en que todo se normaliza. También el miedo. La fragilidad de unas vidas condenadas al desprecio permanente. La violencia detrás de la puerta azul que da a la Avenida del Dr. Waksman. Sólo nos enteramos de esa violencia cuando muere alguien de quienes allí sufren todo tipo de vejaciones. O cuando alguien ha de buscar cuidados médicos por la violencia policial dentro del recinto. Hay testimonios de esa violencia. Pero todo lo que concierne a los CIEs es como una nebulosa. El secretismo impera. Los silencios políticos. La confusión de los protocolos contemplados por la Ley de Extranjería. La zona en sombra que supone la presencia de una policía armada entre los muros levantados para que el miedo no se escape. Son cárceles urbanas, digan lo que digan. En las afueras de esas cárceles se pasean tranquilamente los autos y la gente. Casi nadie sabe que delante de sus narices hay un culto a la barbarie, una quiebra constante y violenta de los derechos humanos, el machaqueo de la dignidad de quienes han llegado hasta aquí para buscar una vida mejor que la que tenían en su tierra. Como hicimos nosotros toda nuestra vida. Los pueblos de la Serranía se quedaron vacíos porque la gente se iba a buscar una vida mejor, sobre todo a Francia y Barcelona, en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Y ahora recelamos de los extranjeros pobres. El racismo. El maldito racismo.

No hay excusa posible para mantener esos centros de tortura. Son ya muchos años de exigir su cierre. Y no hay manera. Existen suficientes argumentos para esa cancelación. Y sin embargo, por parte del Ministerio del Interior y la Dirección General de la Policía, responsables máximos de esas cárceles invisibles, sólo hay secretismo y una vulneración extrema del derecho a la información que nos asiste a la ciudadanía. Tenemos que apañárnoslas por nuestra cuenta para conocer algo de lo que se cuece dentro de los CIEs. Una democracia con CIEs no es una democracia. Aquel viejo cuartel de Zapadores, donde alguna vez fui a jugar al básquet cuando aquella mili de la humillación y la vergüenza, es hoy un ejemplo bien claro de dignidad sometida igualmente a la humillación y a la vergüenza. Hay algunos sitios que se vistan como se vistan no cambian nunca. Quienes llegan a nuestro país para buscarse la vida no pueden ser carne de expulsión sólo porque son pobres. Somos un país que está entre los más desiguales de Europa. Entre media docena de milmillonarios tienen más que el resto de un país tomado por la precariedad. Me siento infinitamente más cerca de quienes llegan como pueden a buscarse la vida que de esos que acumulan millones y millones y miran al mundo como si el mundo fuera de su exclusiva propiedad.

No sé cuándo se cerrarán los CIEs. Ni si se cerrarán algún día. Pero los derechos humanos no pueden estar presos en esas fortalezas donde el miedo y la represión violenta campan a sus anchas. ¿CIEs No? Pues claro.

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