La escala de los sueños

Pienso en si el tiempo es tan cruel para conducir inevitablemente al olvido. Pienso en aquella mañana en Auschwitz, en la saliva espesa que aún te queda de aquella colección de botas sin dueño, en la nube gris que no se quita de aquellos pabellones aunque ahora estén rodeados de verde, en aquellas gafas rotas que tuvieron unos ojos negros hace casi cien años, antes de que el odio venciera.

Calzado de víctimas del Holocauesto nazi en el campo de Auschwitz, en Polonia.

Calzado de víctimas del Holocauesto nazi en el campo de Auschwitz, en Polonia. / PAWEL ULATOWSKI

Alfons Garcia

Alfons Garcia

Uno no está para estos trotes. Pasas la barrera de los 50, notas arrugas en todos los sitios y de pronto cuesta estar delgado. Ya no puedes llevar una vida sedentaria, pasar de dietas y que tu cuerpo no lo note, pero lo sobrellevas. De pronto todo es grasa por no sé qué hormona que se ha ido. De pronto aparecen en tu agenda las visitas médicas. Pasan los días y te das cuentas de que ya no eres nada sin las gafas de vista. De pronto aparece en tu vida el oncólogo. De pronto te das cuenta de que el mundo tecnológico te deja atrás, te sobrepasan las aplicaciones y los aparatitos que van surgiendo, te adelantan por la derecha sin que te des cuenta. De pronto ya no vas a bodas de amigos, sino que te invitan a las de sus hijos. De pronto te molestan las fiestas de los vecinos y solo esperas algo de paz cuando se apaga el sol. Todo eso (y algo más) pasa, pero lo sobrellevas con cierta dignidad y una sonrisa, porque la vida no es para las lamentaciones. Lo sobrellevas casi todo, pero lo que no esperabas era tener que lidiar a estas alturas con un ambiente político tan enredado y tóxico. Un torero vicepresidente, una ultramontana católica presidenta del Parlamento valenciano, un país metido en una guerra electoral donde no cuenta lo que se ha hecho ni lo que se va a hacer, sino si hay que tirar como sea a los que están en el poder o gritar ‘No pasarán’ para mantenerlos.

Sinceramente, uno empieza a no estar para muchas vainas. Busco grietas, espacios donde perderse con un poco de luz, como en aquella vieja novela de Belén Gopegui que llevas dentro. Busco huecos de paz, puntos de fuga donde habita la calma. Sé que son terrenos cercados, temporales, pero qué no lo es en este paréntesis de puntos suspensivos. Me suelo refugiar en algunas columnas, como las de Millás. O en la de Leila Guerriero. La de esta semana hablaba de la memoria, de los que hoy piensan en Chile (más de un tercio) que Pinochet los liberó del marxismo. Hace diez años eran el 16 por ciento. Pienso en la sangre derramada, en tantos que lucharon por la libertad (la de verdad) para este blanqueamiento de dictadores y tiranías (todas, también las de la izquierda, aunque muchas se han blanqueado ellas solas pasándose al lado del capital sin saltar la comba de la democracia, como China o Rusia). Pienso en si el tiempo es tan cruel para conducir inevitablemente al olvido. Pienso en aquella mañana en Auschwitz, en la saliva espesa que aún te queda de aquella colección de botas sin dueño, en la nube gris que no se quita de aquellos pabellones aunque ahora estén rodeados de verde, en aquellas gafas rotas que tuvieron unos ojos negros hace casi cien años, antes de que el odio venciera. 

Busco huecos y me aparece un artículo de Ignacio Sánchez Cuenca con un buen extracto para entender estos tiempos. «Se ha ido creando un clima político negativo para el Gobierno que pasa por encima de la gestión y que presenta al Ejecutivo como un peligro para la nación. Dicho clima es el resultado de un ciclo de nacionalismo español que venía gestándose desde hace tiempo y que irrumpió con fuerza tras la crisis catalana de 2017 […] Este nacionalismo español viene poseído por un espíritu excluyente, tal y como se comprueba con el regreso de una idea que se creía superada, propia de los momentos más oscuros de nuestra historia, la de la antiEspaña, formada por socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes». Todo eso es el ‘sanchismo’. Una palabra para concentrar el odio que vuelve a hacer de las suyas, aunque se envuelva de risas de lata en programas de televisión de pasar el rato

Busco grietas en la belleza y me encuentro con un nuevo y flamante museo: la galería de colecciones reales. Un lugar de arte siempre es una alegría, si no fuera porque de nuevo aparece un modelo de país que conduce al choque. De nuevo, un país que concentra economía, infraestructuras y arte en un centro (Madrid) que fagocita al resto. De nuevo, la construcción de un país irreal, un país que tiene a museos de bellas artes a dos velas, como el de València, mientras destina una millonada al último proyecto faraónico en la megalópolis con el que alentar una idea de España unívoca (y eminentemente castellana). Alimento para más odio. Unos glorifican a la corona y blindan con patillas taurinas el castellano. Otros hacen el vacío a los reyes borbones y desempolvan sus banderas y las pancartas libertarias. 

Sinceramente, uno no está ya para estos trotes. Cuesta encontrar huecos, grietas y escalas de los mapas. Los busco en sueños e ilusiones, espejismos en el tiempo, porque el futuro es aire limpio (aún lo es). Pienso en aquel sueño de verano de jubilarme en una librería donde ganarse el pan hablando de libros y de la vida, rodeado de papel y tinta. Pienso en acabar el camino como aquel personaje de una novela de Bohumil Hrabal (Una soledad demasiado ruidosa) que busca la agonía y la paz en los trozos de papel de los libros que un régimen tirano censuraba y prohibía, basura que él convertía en belleza.

Busco grietas. Hendiduras de paz y armonía. Busco un lugar en la escala de los sueños.

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