El patio de la escuela

Alfons Cervera

Alfons Cervera

En algún momento de nuestras vidas de todo hace ya demasiado tiempo. Lo de antes queda tan lejos que es como si no hubiera existido. Hasta que un día el tiempo se convierte en otro y lo que se parecía al destino lo rompe el azar. Ese azar es lo que hace unos meses me llevó a más de cincuenta años atrás. Y me trajo nombres que parecían olvidados. Libros que se amontonaban como abejas muertas en los rincones más escondidos de la memoria. Aquellos viejos discos de vinilo rayados de tanto escucharlos. En ese girar del tiempo removido por la casualidad, me llegarían pedazos de cuando el tiempo era otro, de lo que fueron entonces algunas esperanzas, sueños compartidos, la seguridad de que la vida era otra cosa y estaba en otro sitio, como decía Cesare Pavese cuando hablaba del oficio de vivir más que de su propia escritura.

El azar del que hablo tenía nombre: Alberto Sáiz. Fotógrafo y amigo. Juntos recorrimos para este periódico dos veranos llenos de historias que nunca hemos olvidado. Me cuenta Alberto que un amigo suyo, Héctor Hugo Navarro, ha escrito un libro y que le gustaría que lo leyera. Y cuando leo la solapa de Los ahogados descubro el título de otro que también el mismo autor había publicado tiempo atrás: Interterror. Historia de un grupo de culto en la Valencia punk. Y es cuando me voy de golpe y porrazo a medio siglo atrás, cuando me había quedado sin trabajo por primera vez (luego llegarían muchas otras veces) y recalé para dar Literatura en las Escuelas Profesionales San José, en la ciudad de València. Ahí encontraría a mucha gente que aún ahora forma parte imprescindible de mi vida, como si las viejas revoluciones siguieran tan intactas como los sueños que nadie nunca ha conseguido quitarnos de la cabeza. No conocía el libro, pero al hilo de la lectura sentía una emoción extraña. Esa emoción que proviene de cuando tantas cosas estaban por hacer y buscábamos atajos para llegar a sitios desconocidos donde no todo fueran sombras. Y fue ahí, en esa búsqueda, en esa indagación en medio de lo oscuro, donde me encontré con unos chicos que, poco tiempo después, se juntarían en un grupo musical al que le pondrían un nombre que a mí me sonaba a chino: Interterror.

Ahí había dos nombres que no conocía: Víctor Royo y Guillermo Escribano. Pero los otros dos, igual de jóvenes, me resultaban cercanos: Javier García Boix y Miquel Coll. Los dos habían estado conmigo en aquel último o penúltimo curso de la EGB de entonces. Me inventaba los temas de estudio. Novela negra. Novela de Ciencia-Ficción. Poesía de los 50. Narrativa latinoamericana. Novela de terror. Y un mixt donde aparecían Kafka, Baudelaire, Rimbaud y algunos otros escritores del malditismo literario. Demasiado para unos chavales que me miraban como a un bicho bastante raro. No sé si ellos aprendieron mucho o poco. Yo sí: mucho. Apenas tendría una decena de años más que ellos. Y formábamos -o eso me gusta pensar- un grupo que no era punk pero que igual ya apuntaba maneras de contestación más o menos fuera de lo establecido. Cuando Interterror desapareció, Javier formó nuevo equipo: La Resistencia. Y ahí encuentro a otro de mis alumnos: Paco Ruiz. A Javier lo llaman El Enano Infiltrado y a Ruiz le ponen Rocco como nombre de guerra. Los nombres hacen las cosas. Y a las personas. Y ellos, con el lenguaje propio de la joven insurgencia, sabían de nombres, de cosas, de personas. También de lo que el tiempo aquel tenía de complaciente con los poderosos: “Todo el poder está en manos / de la gente suficientemente rica para comprarlo”, cantan los Clash en White Riot. Y ellos lo sabían.

No he vuelto a ver a aquellos chicos. No sé por dónde andarán, cómo los habrá tratado la vida o que habrán hecho ellos con las suyas. Lo que sé es que poco después de leer el magnífico libro de Héctor Hugo Navarro me fui al armario de los discos. Ahí seguían Interterror y La Resistencia. Volví a ponerlos en el tocadiscos antiguo y lo que escuchaba no era una serie de canciones rabiosamente descontentas, sino el tiempo aquel en que nada nos parecía imposible. También salen en el libro -con el prólogo que escribí para la segunda edición- las palabras sabias de otro alumno de los de entonces: Eduardo Guillot, hoy director artístico de la Mostra de València-Cinema del Mediterrani. Había en aquellos años ochenta suficientes motivos “para apretar los dientes”, escribe Edu. Y ellos bien que los apretaron a guitarrazo limpio y vestidos con las chupas negras de un tiempo que se negaba a la devastación. No sé -a lo largo de tantos años- cuántas cosas se han dicho y escrito de mí y de lo que escribo. Pero cuando leo en el libro lo que dice Miquel Coll casi me caigo: “Muy importante para mi posicionamiento ideológico fue la llegada en 7º de EGB del nuevo profesor de Literatura, el escritor Alfons Cervera, muy joven entonces. Sus clases eran una especie de oasis de libertad. Nos marcó mucho a todos”. Pa morirme.

Sí, de todo hace ya demasiado tiempo. Pero fue un gozo estratosférico encontrarme, en las páginas de un libro, con aquellos chavales de cuando la vida apenas era una ventana que daba -casi siempre en tardes llenas de niebla- al patio de la escuela.

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