Hablemos de agua

Enrique Lapuente

Enrique Lapuente

 En la década de los años 80 del siglo pasado había agua para todos. Las borrascas atlánticas aún no eran conscientes del cambio climático que se avecinaba y bañaban generosamente la península ibérica de oeste a este en las estaciones de otoño y primavera. Había años abundantes en precipitaciones y otros en los que la escasez del recurso provocaba los típicos episodios de sequía que caracterizan el clima mediterráneo.

Con la entrada en vigor de la nueva Ley de Aguas de 1985, que sustituía a la centenaria de 1879, se adaptó la legislación a los preceptos de la Constitución del 78 y se dio un importante impulso a la planificación hidrológica. Entre otros cambios, se hacía énfasis en ‘la creciente conciencia ecológica y de mejora de la calidad de vida’, y pasó a ser obligatoria la asignación y reserva de recursos para la conservación o recuperación del medio natural en los Planes de cuenca.

Los primeros Planes redactados bajo esta nueva norma empezaron a detectar territorios deficitarios y problemas de calidad del agua en ríos y acuíferos, como bien se encargó en señalar el Libro Blanco del Agua en 1998. Este documento también alertaba sobre los efectos negativos del cambio climático, especialmente en los territorios del Sureste peninsular, la cuenca del Guadiana, el valle del Ebro y los archipiélagos, y cifró en un 20% el descenso de las aportaciones para un aumento de un grado en la temperatura.

Estudios posteriores de las series pluviométricas encontraron anomalías al comparar las precipitaciones registradas entre los años 1940-1980 y los siguientes. Así por ejemplo, un trabajo publicado en 2013, observaba que en las últimas décadas se ha producido una importante reducción de las aportaciones hidrológicas en muchas de las cuencas hidrográficas de España y cifraba la reducción en la del Júcar en un 40%. Es lo que entonces se llamó ‘El efecto de los 80’ y ahora, sin dudarlo, denominaríamos Cambio Climático.

Desde la década de los 80 hasta nuestros días el país ha cambiado, y mucho. La población ha crecido un 30 por ciento, el regadío en más de un 40% y el turismo se ha duplicado pasando de los 38 a las 85 millones de visitantes. Obviamente, menos precipitaciones y más demanda de agua, han quebrado definitivamente el sistema y las tensiones hídricas afloran por casi todo el territorio peninsular e insular.

Un primer efecto de ese desequilibrio tuvo su reflejo en ríos y acuíferos que vieron como se reducía muy significativamente el caudal que los alimentaba. El panorama de ríos que llegan sin agua a la desembocadura y acuíferos sobreexplotados no nos resulta desconocido. Ni tampoco las consecuencias que la gestión del dominio público hidráulico ha tenido sobre los ecosistemas que dependen del agua. Se adoptaron algunas medidas paliativas para evitar ese deterioro, insuficientes según los colectivos ecologistas, y en 2005 fue modificada la Ley de Aguas, introduciendo la obligatoriedad de determinar los caudales ecológicos en las masas de agua para mantener la vida piscícola y la vegetación de ribera.

Ahora posiblemente haya que dar un paso más para preservar ese derecho a la vida, no ya de los ecosistemas, sino de las personas que se ven amenazadas por la escasez de agua de boca e implantar unas nuevas reglas en la gestión de los recursos naturales que, por qué no, podrían imitar a aquella que fijó un caudal ecológico y establecer un volumen mínimo vital en la gestión de embalses y acuíferos que garantice el abastecimiento de las poblaciones.

Esta y otras medidas paliativas urge tomarlas pero lo más perentorio es reflexionar sobre un futuro sombrío y actuar con valentía. Necesitamos opiniones técnicas libres de prejuicios y políticos valientes que, al igual que los médicos en momentos difíciles, miren a los ojos de los ciudadanos para decirles que no, no nos enfrentamos a un problema de sequía, es algo más grave, se trata de una nueva normalidad que todavía no somos capaces de evaluar y anunciarles cambios significativos, pero absolutamente necesarios, que afectarán a la política territorial, la base económica, especialmente en el sector agrícola, y sobre todo a sus hábitos y conductas.