Miradas

Cosas que aprendimos en el fuego

Incendio en Campanar

Incendio en Campanar / Fernando Bustamante

Susana Fortes

Susana Fortes

La semana pasada, cuando la trifulca política habitual de los telediarios parecía más encrespada que nunca, hubo un instante de silencio. Ese instante que precede a todas las cosas importantes. Lo que se oyó a continuación fue un mensaje de radio: «Compañeros, hasta aquí llegamos. No entréis a por nosotros».

Esas dos frases, pronunciadas por un bombero del parque de Campanar a través de un walkie-talkie, tienen la turbadora potencia de Shakespeare. No hay en ellas ni un solo adjetivo. No falta ni sobra nada, como en los mejores textos literarios.

El hombre que las pronuncia está rodeado por una lengua de fuego azul de más de 120º, sin apenas restos de oxígeno en la bombona de su equipo, tirado junto a otro compañero a ras del suelo tal como aconseja el manual de supervivencia. Nunca se había enfrentado a algo semejante, un incendio de sexta generación, como los que asolan California en verano, capaz de arrasar kilómetros en cuestión de minutos. Un infierno. El pánico ni siquiera se nombra. Pero las palabras lo dicen todo: «No entréis a por nosotros».

Sin embargo entraron. Un cabo y un compañero de los dos bomberos acorralados, se adentraron en el infierno a través de una nube de betún densísima y, contra todo pronóstico, consiguieron rescatarlos.

El incendio se extendió por toda la fachada del edificio en menos de una hora. Dejó 10 muertos y más de 400 personas sin hogar. Habrá que hacer un análisis exhaustivo de las normativas laxas y otras secuelas mortales del boom inmobiliario. Pero, por una vez, las administraciones de diferentes signos políticos funcionaron todos a una, como un reloj. Con rapidez. Con voluntad. Con eficacia. Y ya que algo se ha hecho bien, vamos a decirlo.

En apenas una semana prácticamente todos los afectados están reinstalados en viviendas equipadas con todo lo necesario y los que faltan lo estarán en los próximos días. Los retenes de voluntarios trabajaron día y noche para acondicionar los pisos. Distintas empresas aportaron el material. Las ayudas económicas se articularon de inmediato. Los trámites administrativos se agilizaron al máximo. La colaboración ciudadana se coordinó de manera ejemplar a través de los casales falleros y las organizaciones de voluntarios. Con peticiones concretas. Especificando muy bien las necesidades: «Calzado de los números 41 y 43. Pañales de bebé de la talla 2, cepillos de dientes, ropa de abrigo de hombre de la L».

En situaciones extremas, la vida exige una selección rigurosa de los materiales. Y todo lo demás estorba. Sólo cuenta lo necesario como en las obras maestras.

Siempre lo había sospechado. A pesar de la agresividad que rezuman los telediarios, si bajamos el volumen y dejamos sin voz a los que ladran, insultan y chapotean en el barro, una se da cuenta de que al final va a resultar que éste no es un mal país para vivir. Tenemos una sociedad civil bien cimentada, capaz de ver muy por encima de la miopía y crispación de los representantes políticos. La gente, al cabo de todas las intemperies, está acostumbrada a ir por la vida con los ideales justos para ir tirando y llegar a fin de mes. Pero cuando toca a rebato, sabe comportarse, aguantar mecha y arrimar el hombro, haciendo lo que hay que hacer al más puro estilo clásico. Sin estridencias. Como según Heródoto hicieron los griegos en la batalla de Salamina: con la cabeza sobre los hombros y el corazón en su sitio. «Hasta aquí llegamos».