Opinión | Tribuna

Fanáticos del énfasis

Cualquiera que desee desplegar en España un sentido cívico alimentado por los valores de la tradición republicana, tendrá que conformarse con algo más bien minimalista. Eso significa que lo necesario será imposible, salvo milagro; y que lo posible siempre presentará el aspecto de lo deforme y grotesco, esa figura antinatural que toman las cosas cuando son manejadas por gente sin criterio. Lo hemos visto con la Ley de amnistía. Era necesaria, pero de no ser por la constelación astral que llevó a que los votos de Puigdemont fueran precisos, no habría sido posible. Pero cuando ha sido posible, ha dado a luz tan deforme que sólo un fanático del énfasis como el señor Bolaños puede felicitarse.

Sin embargo, incluso alguien dotado de esa comprensión minimalista de lo qué diablos pueda significar entre nosotros la virtud política, incluso en el grado ínfimo de la escala, estará obligado a discriminar entre el cero absoluto y cualquier número positivo. Sin entusiasmo, porque será difícil que ese número positivo sea capaz de generar un proceso generativo de aumento. Pero al menos nos impedirá caer en el cero absoluto, que es lo que hemos escuchado de la boca de Ayuso en la reunión del PP europeo para apoyar a Von der Leyden. El cero absoluto es el cinismo ideológico pleno, y eso es lo que representa Ayuso cuando, por ejemplo, afirma que necesitamos aumentar la natalidad mientras impulsa políticas que la impiden; o cuando nos concede la libertad de tomar cañas, pero no las decisiones existenciales importantes.

Analizar el cero absoluto es un trabajo arduo y sobre todo estéril. El cero es el cero. Analizar el 1 ya es algo. Si eso da para llegar al 2, pues mejor. Esto me digo a mí mismo, porque quien pretenda mantener una conciencia normativa de la política, que al final son unas pocas reglas sencillas que sólo la mala fe puede ignorar, deberá neutralizar la aguda impresión que lo asalta de encarnar un tipo intermedio entre la ingenuidad, la candidez y la estupidez friki, y así no convertirse en un Billy Budd.

He recordado este personaje con la lectura del libro de Javier Gomá, Universal concreto, que presentamos el miércoles pasado en el Círculo de Bellas Artes, una institución inasequible al desaliento. Gomá lo trae a colación como héroe asentado en el disfrute de la existencia, viviendo siempre en la positividad incondicional y generosa. Los héroes de Melville son metáforas de la política, de la trágica, de la cómica y de la tragicómica. Bartleby fue el modelo de Rajoy, que siempre prefería no hacerlo; Benito Cereno, el del confuso aventurero tipo Carl Schmitt, y los Budd de España, los sacrificados por los armeros Claggart de nuestra larga historia, se cuentan por millones anónimos.

Sin embargo, de esos personajes, Budd es el único bello. Melville, que no daba puntada sin hilo, quiso que Budd aprendiera el oficio de gaviero en el buque Los derechos del hombre, antes de ser enrolado a la fuerza en un buque de guerra. Su trágica muerte, injusta y ya propia de un proceso a lo Kafka, muerte que Thomas Mann valoró como la más bella jamás narrada, sólo será recordada por los sencillos marineros con una canción conmovedora, Billy Budd in the Darbies. Benjamin Britten escribió sobre ella una ópera en 1951, en aquellos años en que esperaban una humanidad regenerada.

Este tipo de sublimaciones quizá sean necesarias para quien desee seguir vinculado a la vida política cotidiana sin ser uno de los encadenados a ella. Sólo estas idealizaciones pueden ofrecernos algo de la paciencia de Budd, de la obstinada fidelidad que se resiste al cansancio, de la autoimpuesta prohibición a la indignación. Quizá todo proceda de la aspiración a vivir en este barco de guerra en el que todos viajamos, como si todavía estuviéramos en el navío de Los derechos del hombre. Pues lo único que puede evitar el desastre es defenderlos, realizarlos y garantizarlos, algo que solo es posible si no vivimos en el cero absoluto del cinismo.

Por eso hay que darle una oportunidad a la convivencia política, y por eso, aunque deforme, esta Ley de amnistía ya es algo. Pero no debemos engañarnos. No reponemos a unas víctimas en su integridad. Reponemos en su integridad de derechos políticos a quienes no han demostrado disponer de una exigencia normativa más refinada que la que tenían aquellos portadores de los poderes del Estado. Su pretendido republicanismo no ha sido capaz de acoger lo necesario a este espíritu desde la reunificación de la tribus de Israel, una voluntad federal. Y no lo ha sido porque su perspectiva política está atravesada por el etnicismo, el cemento interno fundamental a los distintos grupos hispanos.

La Ley de amnistía abre con poca fe y mucho cansancio una oportunidad de aprendizaje. Pues camuflar ese etnicismo –»solo hablo para los míos»- tras la norma democrática aproxima al cinismo. Un soneto de Borges dice: «no nos une el amor, sino el espanto». Y eso es lo que parece que vincula la triste historia de las poblaciones hispanas. Estamos unidas para diferenciarnos, para separarnos, para combatirnos, como las viejas tribus vecinas. El verso final dice: «Será por eso que te quiero tanto», será por eso que no podemos pasar los unos sin los otros. Hasta ahora ha sido así porque los excesos viciosos de una parte justifican los vicios de la otra. La Ley de amnistía quizá permita echar andar desde el punto 1 del civismo, evadiendo el punto cero del cinismo.