Opinión | Tribuna

La dignidad del Parlamento

Esta semana el Parlamento ha recuperado su dignidad. De golpe, de forma no exenta de humilde gloria, se han dejado atrás semanas insoportables, de una escalada ciega en la que fue convertido en la más estéril jaula de sicofantes. Ha recuperado la dignidad porque ha sido el lugar de esa política que configura evidencias compartidas, que concentra la atención sobre realidades cruciales, que hace que vivamos en un mundo común. Ha recuperado la dignidad de golpe porque ha acogido la política.

Frente a crónicas sesgadas, el Parlamento ha conocido el retorno de la política no porque haya dejado entrever cierta convergencia en política exterior de los dos principales partidos históricos. La ha recuperado porque se ha hablado claro, marcando de forma responsable las posiciones de presente y de futuro. La claridad es la condición de la responsabilidad, y eso es lo que se ha escuchado esta semana en el Congreso, tan lejos del uso torticero de la institución parlamentaria para entregarse al regate electoralista, en el que concuerdan confusos compañeros de bajo vuelo.

Hemos visto detalles de la grandeza de la política que legitiman nuestra esperanza. Una que pasa por la centralidad de la vida parlamentaria, tan lejana de los decretos leyes como de la belicosidad de la pedrada. Es preciso defender el Parlamento. Los regímenes presidencialistas gozan de un exceso de evidencias acerca de su valor representativo. Coagulan una mayoría popular alrededor de un líder que por lo general debe prometer el cielo y en un acto místico concentran en él todas las expectativas. Esa excepcional concentración de apoyo cesarista pronto comenzará a erosionarse y caminar a la deriva.

El Parlamento es otra cosa. Es un régimen humilde. No tiene representación concentrada ni sublime. Sólo tiene el trabajo del argumento, de la persuasión, de la convicción, de la constancia. En él todos los actores son parte. Pero hay momentos en que esa propuesta de parte, por su sentido del tiempo histórico propicio, por su capacidad de entender las necesidades de los pueblos, logra que los argumentos tengan tal peso, que la mayoría de los grupos se suman y se pliegan, mientras otros se hunden en el silencio inconfesable de la vergüenza. Se configura entonces una representación popular. Ahí brilla el pueblo del Parlamento, y quienes hacen la proposición se transfiguran por un instante en los portadores de la representación general.

Esto es lo que hemos visto con la ley de regularización de los inmigrantes irregulares que pueblan nuestras casas, nuestros bares, nuestras calles, y que están sometidos a condiciones que los dejan a la intemperie de la explotación. Procedente de la iniciativa popular, fruto del activismo de nuestra ciudadanía más consciente, llevada al Parlamento por las fuerzas más asentadas en la conciencia de los derechos humanos como guía regulativa de la política, la iniciativa identifica algo que pasa a ser no esa representación concentrada del cesarismo, a menudo abstracta, sino la representación de un pueblo, que por fin acalla a esa vil corporación de trols, esté donde esté, en sus escaños o tras máscaras anónimas.

Cuando se cumpla ese acuerdo de tramitar la ley -y eso debe suceder-, seremos un país mejor. Estaremos más cerca de lo que debemos ser, un pueblo hospitalario, que dota de identidad respetable y reconocida a quien ponga el pie en nuestras tierras, reconozca su derecho de visita, y ofrezca a quienes encuentren trabajo entre nosotros su papel de contribuyentes a nuestra cosa pública, con sus derechos políticos. Y cuando se dé ese paso, será el momento de plantearnos políticas que impidan que nuestra lista de personas indocumentadas pueda llegar hasta la vergonzosa cifra de medio millón.

Pero el Parlamento recuperó su dignidad por otra intervención que con la prudencia de un texto escrito -la forma de responsabilidad intelectual, del compromiso con la claridad y con la precisión- dejó clara la exigencia de que la política no es un conjunto de medidas circunstanciales, sino la mirada sistemática sobre el presente y la forma de dinamizarlo hacia un futuro mejor. Quienes se sientan inclinados a vivir con la coartada de que todos los políticos son iguales, de que todo es la misma basura, deberían escuchar atentamente ese pleno y entonces juzgar. Lo que se escuchó en esa intervención es la propuesta de una política parlamentaria rigurosa para España y para Europa, brillante y convincente.

Un periodista preclaro ha descrito esa intervención como un acto más de la vieja pugna entre Iglesias y Errejón. Juzgo este comentario inadecuado. El destinatario de esa intervención del portavoz de Sumar era el pueblo del Estado, no un particular. Nada en la lógica de Sumar se parece a aquella vieja historia. No presenta una política de contención, sino de iniciativa; no una política del mientras tanto, circunstancial, sino del largo plazo. No para consumir el tiempo que por chiripa se concedió a un gobierno progresista, sino para forjar una ciudadanía madura, abierta, libre y capaz de mirar el futuro con la cabeza fría y el alma caliente.

Esta semana hemos visto que la iniciativa popular transforma el Parlamento y que este transforma a la ciudadanía. Y lo hará cada vez que el Congreso se enfrente a nuestros problemas y recoja nuestra sensibilidad, y sobre todo responda a la principal de nuestras inquietudes, la de disponer de un proyecto político claro y sólido de futuro. Se dirá que es poca cosa. Pero que por primera vez la política internacional no divida a nuestro pueblo, eso es un pequeño milagro de la producción de sentido común desde el Parlamento.