Opinión | Algo personal

¡Viva el mundo rural!

La placidez del río.

La placidez del río. / Levante-EMV

 Son las ocho de la mañana. Abro la ventana y entran atropellados los silencios de la calle. Casi llegando a las nubes, cantos de palomas, un avión que hace cabriolas de diseño sobre las cumbres legendarias de la Cueva de los Diablos, la cogorza de un gato en la quietud balsámica del Callizo Curra. Ni un alma a estas horas en ninguna parte. Y si las hay, para nada se escuchan sus pasos en los adoquines pintados del asfalto. De vez en cuando el motor de un auto, el golpetazo de una puerta con los goznes oxidados desde el tiempo de los romanos, la queja de un perro que se sabe de memoria los boleros de Toña la Negra y algunos tangos tristísimos de Polaco Goyeneche. Una vida envidiable la de los pueblos que viven en el culo del mundo, aunque ese culo del mundo esté a sólo cincuenta kilómetros de la capital. El retiro perfecto para olvidar la marabunta urbana, para mirar en tu interior y sacarle de raíz la broza mala, para asomarte a la ventana y llenar los pulmones de ese aire cristalino que sube del río y llegará hasta las rochas del Ciazo y las suelas recién reparadas del castillo. La vida estrena su primera sonrisa del día y todo está dispuesto para que el pueblo sea la copia exacta del Paraíso antes de que Dios y Karl Marx -a despecho de su yerno, que optaba por una vida tumbado a la bartola- se inventaran eso de que ganarse el pan con el sudor de su frente dignifica al currelante, como si el mercado de trabajo fuera una copla de Carlos Cano.

Es sábado y pronto se despertará el pueblo con más trajín que los días de entresemana. Cuadrillas de senderistas bordearán el río hacia Chulilla y ciclistas que, en los bares, mezclarán pedaladas sobrehumanas con un entrepán igualmente sobrehumano de embutido, lomo de la orza a lo mejor al plato o sepia limpísima y blanca con ajitos tiernos. En invierno vivimos en Gestalgar los cuatro de siempre y será en Semana Santa, y qué decirles del verano, cuando pasemos de doscientos a doscientos mil. Mientras tanto, podemos disfrutar de la vida contemplativa y sus adicionales cualidades campestres, como si Virgilio se hubiera paseado por el secano de Gabaldón o Cochichillas a la búsqueda de inspiración para sus recetas saludables. Qué bonito todo, ¿verdad? La despoblación acecha, pero hasta que nos extingamos como los dinosaurios disfrutaremos la placidez de los días tranquilos, miraremos felices lo que nos rodea y saldremos en la tele con los vestidos de ir a misa para que se entere el mundo de lo bien que vivimos en los pueblos desamparados. Sarna con gusto dicen que no pica. Igual es eso.

Gestalgar.

Gestalgar. / Levante-EMV

Pero qué pasa cuando la sarna es tanta que ya no hay gusto que valga cuando la sufrimos. Porque ahí estamos, en el tiempo de la sarna infinita. Y es entonces cuando cambia a tope el paisaje. Es entonces cuando miras a los despachos que viven en la capital del cuento de la despoblación y te gustaría meterlos en un ovni y mandarlos en un cohete espacial para que los enjaularan en la galaxia más lejana, como a Charlton Heston y sus colegas astronautas en El planeta de los simios. Hoy es sábado, son casi las nueve de la mañana y desde ayer viernes tres o cuatro pueblos hemos estado aislados, sin internet, sin telefonía móvil ni fija. Sin nada. El tam-tam en la selva de Tarzán. O sea, como les gustaría a esos que hacen del mundo rural la máxima aspiración en sus vidas de pobres urbanitas, amantes de la vida entre coles, lechugas y cardos borriqueros. Pues que se vayan a un cementerio y planten allí, en el silencio sepulcral de tanto muerto, la tienda de campaña donde cobijar sus sueños ñoños de destripar terrones a lo San Isidro Labrador, o que como Agustín de Hipona se pongan a vaciar el río cazo a cazo hasta que no quede una gota de agua y se vayan los barbos y sus colegas juguetones a tomar pol saco. Y un detalle más para ahondar en las bondades de la oferta bucólica: a dos por tres nos cortan la electricidad. Yo mismo he de guardar cada dos minutos lo que escribo en el ordenador porque la incertidumbre es total. Da igual que no truene o no sople el viento que asolaba la cordillera de los Andes en La sociedad de la nieve. Cuanto más sol, más a oscuras. ¿Y qué hacemos con quienes diseñan estrategias contra la despoblación proponiendo el teletrabajo como una de sus más eficaces soluciones? Si alguien decide hacer caso a esas estrategias, ya les aseguro yo lo que le espera: el regreso a la ciudad la noche del primer día, antes de deshacer del todo la maleta.

Acabo de escribir esta columna y no sé cuántas veces le he dado al icono de guardar en la barra de herramientas. Luce un día soleado y tres o cuatro nubes pasan como sin querer sobre los montes. No amenaza el viento y las Azores se han quedado con el cupo entero de las tormentas. Así que ha llegado el momento de acabar la escritura y sacar el camping gas y unas cuantas velas porque el apagón se acerca. ¡Viva el mundo rural, ¿no?! ¡Viva!