Opinión | Ágora

Lo que diga el árbitro

Es que no está en juego el marcador de un partido, sino el propio deporte —empiezo por la conclusión y así vamos pero que muy claros—; que no se trata de ganar o perder, sino de conservar una pizca de amateurismo en el fútbol, de mantenerlo, aunque sea por los pelos, en el ámbito de la deportividad, so pena de arrojarlo para siempre al tenebroso páramo del cálculo, la estadística y la planificación, a los demonios de la voracidad económica y los dominios de la eficacia obligatoria. Es que plantear el asunto como un conflicto entre orden e injusticia supone lanzarse a las miras cortas, al egoísmo y a la irreflexión, dejarse rodar por el declive de la conveniencia infantiloide y hacer un ridículo espantoso. Es que la del fútbol es una cara más de la poliédrica oclocracia; otra manifestación, y no menor, de la rebelión de las masas.

Y se han empezado a discutir las decisiones arbitrales en términos de razón o atropello, cuando en realidad se trata de razón o sinrazón, de orden o desorden, de imparcialidad o subjetivismo: de que respetar el veredicto del árbitro, sea cual sea, está por encima de las consecuencias que pueda tener en el desenlace de un partido concreto. Goethe no sabía ni jota de fútbol, pero escribió que prefería la injusticia al desorden, máxima reteadecuada hoy para el bochinche que ha montado cierto equipo a propósito de un veredicto arbitral que considera injusto. Ignora el equipo de marras que forzando el sistema para «subsanar el error» ganará el partido pero a costa de apuñalar el deporte, de anteponer un objetivo particular a la normativa común. Vale más perder el partido, un partido, ese partido que bajar el deporte a la cloaca del individualismo a ultranza, de lo nuestro primero y la victoria por encima de todo.

Porque un deporte que no acepta la derrota, que prima el balance y el negocio y que se deja coaccionar por quienes lo impregnan de ambiciones mercantiles ya no es deporte, y el fútbol hace tiempo que inició el descenso por este acantilado. Y uno, a quien el único acantilado que le interesa es el de la editorial así llamada; uno, que se refirió al fútbol como exdeporte la última vez que lo nombró en un artículo, mete baza en esta cuestión, resbala otra vez en este barro porque, pese a tratarse de fútbol y por tanto de algo intrascendente y vulgar, el asunto se ha convertido, dada la índole del último rifirrafe arbitral, en significativa manifestación del marasmo antropológico que caracteriza el siglo XXI, de la triste deriva o peligroso derrotero que va tomando la especie humana en estos felices —más bien alborotados, viciosos y frenéticos— veinte que han vuelto, que se han reproducido y se nos han echado encima como preludio del apocalipsis o antesala del se acabó lo que se daba.

Quiere decirse que a uno el balompié le importa un rábano pero siente su poquito de alarma cuando escucha el «saltémonos las normas en caso de que nos perjudiquen», independientemente de quien lo profiera. Porque resulta que se corrige la chapuza del árbitro pero sólo si corregirla nos beneficia, igual que se confisca el móvil en clase pero a mi niño se lo devuelves, igual que no se circula con el semáforo en rojo pero venga tío pasa que no viene nadie, igual que se tira la botella en el suelo pero ha de recogerla el cuerpo de barrenderos. Este apoyo tortuoso del precepto, esta defensa parcialista del código, de la ley, de la norma es lo preocupante, porque no se la respeta en sí misma sino en la utilidad que tenga para lograr el propósito de cada cual. Un acatamiento espurio, una deformación moral, una pantomima que conduce, por pura perversión y mentecatez, al anarquismo. Intentando la disyuntiva orden o injusticia nos llevan a la disyuntiva orden o desorden. Lo que diga el árbitro.