Opinión

La Europa de la concordia

Todos damos saltos por el borde del precipicio mientras el viento golpea fuerte. Ya no es solo la amenaza de los que no creen en el sistema, son los continuos mensajes bélicos

Fotografías de represaliados y ropa de luto en las Corts por "un día negro"

Fotografías de represaliados y ropa de luto en las Corts por "un día negro"

Alejarse limpia la mirada. Bueno, no sé si tanto. Al menos, permite encuadrar la realidad desde otro enfoque y eso siempre abre otras perspectivas. Lo nuestro es casi de todos. Lo de todos es nuestro: la suciedad de las calles, la inseguridad, el auge de los que no terminan de creer en la democracia. O la conciben de una manera que conjuga mal con su nombre: más autoritaria, más corta de derechos para exculpar miedos. Todos estamos asustados, al menos los de este mundo de adoquines viejos y aceras desgastadas. Todos estamos asombrados ante el regreso de la historia, que parece decidida a atropellarnos sin que vayamos a decir nada. Aturdidos ante esta furia que asoma en cualquier esquina en forma de odio al que parece diferente. Perplejos de nuevo ante el poder agitador de las naciones y las religiones.

He estado unos días en Bruselas, en las instituciones europeas. La impresión principal es que los representantes del continente creen que este es un momento decisivo de la historia, un año en que los que no creen en Europa pueden, si no ser mayoría parlamentaria, sí ser indispensables para cualquier decisión. Un año en que sobrevuela la amenaza de salir con una Europa descreída de sí misma y con Donald Trump de nuevo en la Casa Blanca. ¿Qué mundo puede nacer de esa convivencia?

He estado unos días en Bruselas y la impresión es que la sensación de estar viviendo en el filo de la navaja es extendida, no es un fenómeno local. Todos damos saltos por el borde del precipicio mientras el viento golpea fuerte. Ya no es solo la amenaza de los que no creen en el sistema, son los continuos mensajes bélicos, la mancha que crece en las conciencias del regreso de otro gran enfrentamiento. Lo que parecía imposible empieza a pensarse. El pasado llama a la puerta.

En Bruselas sé que Marc Granell, un viejo y humilde poeta valenciano, de trabajo silencioso y mirada amistosa, ajena a griteríos, ha ganado un premio en España. «La guerra és inútil, / mai no apanya res. / Tot ho arrasa i mata, / tot ho destrueix».

La guerra es hoy una mujer sin rostro abrazada a la mortaja de un niño. La barbarie está hoy en Gaza y se percibe mejor en la sobriedad de la foto premiada que aparece estos días en todas las portadas.

Democracia es también respeto al pasado. A Bruselas llegan las declaraciones del joven candidato de Bildu en las elecciones vascas, que evita condenar a ETA, ni siquiera asume la definición de terrorismo para la banda. Pasan las horas y crece la sensación de que no ha sido una reacción improvisada, de que buscaba un gesto hacia el nacionalismo vasco más sombrío y torvo. Más sangriento. Pasan las horas y pide perdón a las víctimas, dice que los pasos con «el relato del pasado» requieren discreción. Su gesto ahora busca a los más jóvenes, para los que ETA por suerte solo es ya una sigla del pasado. La sociedad vasca hace tiempo que da un ejemplo de la utilidad de pasar página, pero avanzar no debería ser sinónimo de olvidar. Desde el olvido solo se puede construir un futuro cruel. El pasado, sin relatos, requiere sobre todo honestidad.

España ha aprendido a seguir adelante sin cerrar las heridas del pasado y de ahí solo puede salir un futuro lleno de trampas. En Bruselas me queda la duda de si este país ha roto amarras con el franquismo y con ETA. Seguimos anclados en las miserias españolas de siempre si ambos fenómenos representan solo un pasado blanco sin condena para bastantes ciudadanos. En Bruselas me queda la duda de si este país puede seguir digiriendo contradicciones: demonizar los pactos con quienes muestran complicidades con el pasado franquista y asumir los pactos propios con quienes aún no condenan la violencia tan próxima.

A Bruselas han llegado también estas leyes de concordia que demuestran que una parte de la sociedad española piensa que la recuperación de la memoria de los vencidos, los de las cunetas, los de Lorca, les ha dañado y que hay que recordar y poner en valor también a quienes considera que hoy no son lo suficientemente reconocidos. Su balanza es la de la injusticia. El presidente valenciano defiende su ley en la tribuna parlamentaria leyendo un fragmento de ‘A sangre y fuego’, de Manuel Chaves Nogales, el periodista que defendió una república democrática frente al fascismo y el comunismo. A pesar de ideas tan radicales, Chaves Nogales sufrió el exilio, fue condenado por el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo en 1944, días después de haber muerto en Londres y descansa en una tumba sin lápida. A pesar de esas ideas moderadas, ‘A sangre y fuego’, como casi todos los libros de Chaves Nogales, nunca fue editado en España durante el franquismo. Eso es una dictadura. Eso fue la dictadura española. ¿Era necesaria una ley que cualquiera sabía que iba a alimentar la discordia?

He estado unos días en Bruselas y lo que me llevo es que Europa, este frágil proyecto de unión, sigue siendo el gran logro de nuestro tiempo. La idea de dotarnos de una garantía de democracia y un mínimo denominador común de valores es aún un sueño vigente. Europa, pese a las amenazas, las dudas, los pasos en falso, los acuerdos que saben a casi nada, como el migratorio, aún representa la victoria de la concordia frente a la barbarie.

En Bruselas está el museo de René Magritte. En uno de sus cuadros, de 1950, después de la guerra salvaje y las ideas totalitarias que asolaron Europa, se ve un rifle apoyado en la pared sobre el charco de la sangre que derrama. ‘El superviviente’ es el nombre de la pintura. Europa es un viejo superviviente entre demasiada sangre.