Opinión | Atalaya

València y los últimos días de Cervantes

En abril de 1616, Miguel de Cervantes, con 69 años, intuía que su vida se iba acabando. La hidropesía que le aquejaba le obligaba a permanecer postrado muchas horas del día; no paraba de beber agua. Catalina de Salazar se afanaba cuidándolo en la casa de la calle de Francos en Madrid, vivienda que la especulación inmobiliaria del siglo XIX se llevó por delante, a pesar de que Ramón de Mesonero Romanos intentó evitarlo. Allí vivió alquilado sus últimos momentos, mantenido por su hija; ironías de la vida, muy cerca de donde residía su oponente literario Lope de Vega. Hasta sus últimos momentos, aquel viejo chocho, así lo calificaban en su barrio, seguía escribiendo. A veces se quedaba en suspenso, con el papel en blanco delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla. Quería terminar Los trabajos de Persiles y Sigismunda, novela en la que recordaría en el capítulo 12 del tercer libro la ciudad de València, la cual le impactó por su grandeza, por la excelencia de sus moradores, por la hermosura de sus mujeres y por su graciosa lengua, con quien solo la portuguesa podía competir en ser dulce y agradable.

Llegó a la capital del Turia a finales de octubre de 1580 después de cinco años como cautivo en Argel. Fue liberado gracias a la mediación del padre Juan Gil y a las aportaciones monetarias de mercaderes valencianos, así como algo de dinero que consiguió reunir su madre. Desembarcó en Denia el 27 de octubre y, desde allí, se dirigió caminando a València a donde llegó al cabo de tres días. Le acompañaban, entre otros, Diego de Benavides y Rodrigo de Chaves. Se alojó, en un primer momento en el Convento trinitario de Nuestra Señora del Remedio situado junto al puente del Mar. Desde allí, al día siguiente de su llegada, se organizó una procesión de redención de los cautivos hasta la catedral donde escuchó misa y se cantó un Te Deum. En los días sucesivos arregló sus papeles. Sin comerlo ni beberlo se vio involucrado en un proceso judicial, según documentos aportados por el archivero Jesús Villalmanzo. Tuvo que testificar ante el tribunal del Justicia criminal de València en defensa de unos mallorquines a los que se les acusaba del asesinato de Jeroni Planells, un joven pescador valenciano desaparecido, pero que, según Cervantes, se encontraba cautivo en Argel. En València se reencontró con Cristobal de Virués, militar con el que combatió en Lepanto, y con Juan Estéfano, viejo conocido de su etapa como cautivo. Frecuentó tertulias en la librería de Joan de Timoneda, donde conoció a escritores como Agustín de Tárrega, Gaspar Aguilar o Guillén de Castro. Quizá durante el mes y medio que permaneció en València pudo leer la traducción castellana del Tirant lo Blanch, libro que le cautivó. Veinticinco años después, en nuestra ciudad vio la luz, en la imprenta de Pedro Patricio Mey, la segunda edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El escritor alcalaíno nunca olvidó su permanencia en tierras valencianas.

Miguel de Cervantes, de rostro aguileño, cabello castaño, frente lisa, alegres ojos, nariz corva, barbas de plata, bigotes grandes y cara pequeña, cargado de espaldas y no muy ligero de pies, fue un hombre que supo ser paciente ante las adversidades. Era socarrón, irónico y comedido. Nunca quiso molestar con sus ideas. Siempre se sintió orgulloso de haber pertenecido a los tercios españoles y de haber participado en la batalla de Lepanto bajo las órdenes de don Juan de Austria. Se sentía frustrado por no haberse visto reconocido literariamente. Cervantes nos dejó escrito que la vida es muy breve, que en su ancianidad las esperanzas habían menguado, pero que a pesar de todo deseaba vivir. Puesto ya el pie en el estribo se despidió de sus amigos, deseando volver a verlos en la eternidad. El 22 de abril de 1616 murió un hombre y nació nuestro mayor mito literario: El más alto escritor que vieron los siglos.