Cal Carrero: la alquería transformada en horchatería que ha reavivado San Isidro

El lugar, que nació en 1926, ha sido a lo largo de la historia un negocio de carros, una despensa, una casa de comidas y una tienda de alimentos y tabaco

Ariadna Martínez

Un albergue para peregrinos en Asturias. Eso era lo que tenían entre manos Patricia y Bernardino cuando cayeron en la cuenta de que no tenían que irse tan lejos para llevar el estilo de vida que querían: una existencia tranquila alejada de la ciudad. De hecho, sólo tenían que salir de casa y mirar a su izquierda. Tan solo a tres pasos, literalmente, se encontraba una oportunidad que, años después, se ha convertido, en forma de horchatería, en uno de los corazones del barrio de San Isidro.

La historia de amor que comenzó tras un concierto de Extremoduro acabó convirtiéndose en el mayor proyecto de sus vidas. Bernardino es cocinero y Patricia, auxiliar de vuelo. Poco después de conocerse, comenzaron a vivir juntos en la alquería en la que él se había instalado tan solo unos pocos años atrás. Un lugar heredado de su familia, con mucha, mucha, historia.

Historia de Cal Carrero

La alquería Cal Carrero comenzó a existir en el año 1926, por obra de las manos de «Pepe el de Cal Corneta». Construye, por encargo del bisabuelo de Bernardino, una casa típica de labradores de la época. A partir de entonces, durante generaciones, toda la familia vive en la mitad de la alquería, trabaja en el campo, y a la otra mitad del inmueble le da diferentes usos a lo largo del tiempo.

La alquería en sus orígenes.

La alquería en sus orígenes. Día 6 de junio de 1948. La imagen peregrina de la Virgen de San Isidro pasa por delante de la alquería. / Levante-EMV

Comenzó como un taller de carros, un negocio que se mantuvo cerca de cuatro décadas vendiendo en toda València, Castilla, Aragón y País Vasco. A día de hoy, a la izquierda de la entrada al lugar, se puede ver un llamativo carro rojo. La pareja se sorprendió al encontrarlo en otra casa en desuso cercana. Se sabía que era del bisabuelo de Bernardino por el color. «Se ve que lo distinguían por los colores. Cada carrero tenía un color», cuenta él.

Cal Carrero como taller de carros.

Cal Carrero como taller de carros. / Levante-EMV

En 1953, con la llegada del automóvil y a consecuencia de la edificación que empezó a experimentar la zona, Cal Carrero se ve obligada a reinventarse y la segunda generación se sirve de la casa para convertirse en despensa de la huerta circundante. Poco después, además de como una casa de comidas, comienza a funcionar también como una tienda para el barrio, en la que se vendían desde alimentos hasta alpargatas, y como un estanco. La tercera generación sigue con el estanco, a la vez que trabaja el campo. Tanto Bernardino como su hermano recuerdan el característico aroma del lugar: una mezcla de arroz, naranjas, algarrobas, almendras y tabaco.

El padre de Bernardino en la era del lugar.

El padre de Bernardino en la era del lugar. / Levante-EMV

«El abuelo siempre contaba que, durante la construcción de la finca de delante, con la casa de comidas, le subían desde aquí a los obreros las cervezas y los bocadillos en la grúa con poleas», explica Patricia. Otros vecinos del barrio trabajaban en una fábrica cercana y solo tenían media hora para almorzar. Bernardino recuerda vivamente este orden: un vaso de vino blanco, un cupón de la once, y un puro. «Mi abuelo ponía en la barra, que era muy larga, toda una serie de bebidas y comidas en el mismo sitio todos los días antes de que llegasen los trabajadores de la fábrica, porque siempre se sentaban en el mismo orden y pedían lo mismo».

«Cuando hablo de mi abuelo, también hablo de mi tío abuelo. Mi abuelo tenía un hermano e iban a todos los lados juntos. Si uno se compraba un coche, el otro igual. Se compraron dos Ford Escort; convirtieron parte del inmueble en una vivienda de dos casas gemelas; compraban campos, y compraban dos campos». El logotipo de la Horchatería actual, un hombre sentado con una gorra, es la figura de uno de ellos, sacada de un cuadro antiguo del lugar.

Logotipo de Cal Carrero.

Logotipo de Cal Carrero. / Ariadna Martínez

Cuadro en el que se basa en logotipo de Cal Carrero.

Cuadro en el que se basa en logotipo de Cal Carrero. / Ariadna Martínez

El barrio de San Isidro, que antes era solamente la huerta, lleva años olvidado. La Asociación de Vecinos lucha, incansable, por pedir al ayuntamiento inversión pública para la recuperación de un lugar que alguna vez tuvo tantísima vida, pero que, a día de hoy, está completamente descuidado. Varias de las alquerías del lugar están en mal estado y okupadas. Algunas de las calles son calles desdibujadas. El barrio, pese a su encanto, comenzó a «romperse» con la construcción, primero del río, y luego de la V-30, por lo que el vecindario de aquel entonces quedó aislado en diferentes zonas. Pero confían en el potencial del lugar, y el negocio de Patricia y Bernardino es la prueba de que, no sólo es que sea posible, sino que la gente lo está pidiendo a gritos.

Mostrador de Cal Carrero.

Mostrador de Cal Carrero. / 022 estudio

Cal Carrero, hoy

Parte de la filosofía de vida de la pareja se trata de «volver a la raíz». Por eso, hace cinco años ambos decidieron ponerse a desescombrar aquello que alguna vez había sido tantas cosas para la zona, y montar una Horchatería-Heladería. «Bernardino es cocinero y yo no me veía volando para siempre. Quería un plan B», explica Patricia. Por eso comenzaron el proyecto para transformar parte del inmueble en un lugar del que poder vivir, y acorde con sus valores.

Bernardino y Patricia desescombrando la alquería.

Bernardino y Patricia desescombrando la alquería. / Levante-EMV

«Volver a la raíz»: su venta es completamente estacional y de productos «kilómetro 0». Quieren poner en valor la huerta valenciana. «Es ir hacia la sostenibilidad, hacia cómo vivían antiguamente nuestros antepasados, que igual es la manera más sostenible de vivir», comenta Patricia. Por la mañana, dan almuerzos tradicionales. A la hora de comer cierran y por la tarde vuelven a abrir para servir café o bebidas. Con esta dinámica, lo tienen fácil para conciliar, algo importante para ellos, pues, además, su casa está pegada al negocio. Venden durante todo el año horchata y helados, pero, por las tardes, en invierno, compensan el carácter estacional de dichos productos sirviendo cosas como churros con chocolate. Tienen una pequeña huerta con esos alimentos que más necesitan en cada estación. En verano, tomates y pimientos. En invierno, habas y ajos tiernos.

Estética

La estética del lugar, que le añade aún más magia, es obra de Víctor Riquelme, de 022 estudio. La remodelación, en la que participó activamente la pareja en todo lo que pudo, duró alrededor de un año, por lo que el establecimiento, plagado de referencias a su pasado, tan solo lleva abierto desde este verano. El arquitecto y director del centro, Víctor Riquelme, explica que cada detalle está pensado para recoger las tres ideas principales que la pareja quería reflejar: la huerta y València en general, la historia del lugar y el concepto de horchatería-heladería. «Es como un oasis que aparece en un entorno tan degradado». Precisamente era eso lo que tenían en mente sus propietarios: poner en valor la ubicación. «Como se puede apreciar hay una apuesta muy grande por la cerámica, un material muy usado en València, que liga muy bien con el producto como con el propio edificio». El pavimento que conduce hasta el mostrador semeja un camino empedrado para trasladar al cliente a los caminos por los que pasaban los carros. En una zona, los asientos están diseñados a propósito para que recuerden al interior de los carros de la época. En la otra, pretenden hacer un guiño al espacio en el que se sentaba la gente cuando el lugar era una casa de comidas. Los colores también están cuidadosamente elegidos, pues son colores de la Albufera o la huerta valenciana, que, además, ligan muy bien con el producto que se vende. «Es un proyecto que se ha hecho con mucha ilusión, que ha costado mucho tiempo, pero también debido a eso lo hemos podido mimar mucho», celebra el arquitecto.

Todo el barrio los conoce. Los vecinos están felices y agradecen poder tener un lugar así, que permite el encuentro entre los residentes. Y la historia se repite, no sólo por ser la cuarta generación que usa parte de la alquería como una fuente de ingresos, sino porque, como sus abuelos, las dos viviendas gemelas siguen ocupadas por dos hermanos y sus familias. El estanco sigue existiendo, pero a algunas calles más allá, ahora regentado por el hermano de Bernardino. Toda la historia está replicada al milímetro, pero a su manera. Cal Carrero continúa siendo un lugar familiar, «donde las primas suben y bajan por las escaleras», y ahora no huele a tabaco, almendras y algarrobas, pero sí a chufa, café y bocadillos. Y la huerta, efectivamente, ya no existe, pero, de algún modo, lo han conseguido, sigue allí.

Patricia y Bernardino en la entrada de Cal Carrero.

Patricia y Bernardino en la entrada de Cal Carrero. / Ariadna Martínez