Ducha, peluquería y comida en el asentamiento chabolista de la Gallineta

Cada jueves desde hace un año, un “higiene-bus” de Mensajeros de la Paz visita un campamento chabolista ubicado en Malilla para prestar servicio a los 80 rumanos que viven allí

La población rumana de una misma familia de Tulcea ha "adoptado" a Vicente, un informático de Torrent que ha terminado aprendido su idioma y sus costumbres

Las oenegés se esfuerzan en ofrecerles dignidad y una perspectiva de futuro que los habitantes de la Gallineta pocas veces consiguen ver

Chabolas en el barrio de Malilla

Miguel Angel Montesinos

Claudio Moreno

Claudio Moreno

La llegada del higiene-bus interrumpe un partido de fútbol en una pista de tierra delimitada por quincalla y carcasas de electrodomésticos. Los niños abren paso al autobús de la EMT reconvertido en peluquería y ducha. Como cada jueves desde hace un año, un equipo de Mensajeros de la Paz con voluntarios de otra oenegé religiosa se sube al vehículo prestado por el Padre Ángel y aparca en la entrada de un asentamiento chabolista situado entre el Hospital de La Fe y las grúas de Turianova. La ciudad se las arregla para enseñar sus dos caras. 

La menos favorecedora es este campamento de la Gallineta habitado por cerca de 80 rumanos de la misma familia, integrantes de la diáspora que llegó a España a principios de siglo atraída por la bonanza del ladrillo. En el censo hay 24 niños y niñas escolarizados en San Marcelino y muchos de ellos nacidos en el propio asentamiento, hijos e hijas de la Gallineta que corretean divertidos entre la chatarra, ajenos al autobús cedido por la EMT –durante 3 años– y coordinado por Mensajeros de la Paz en colaboración con los Servicios Sociales del Ayuntamiento de València.

La Gallineta tiene una población intergeneracional

La Gallineta tiene una población intergeneracional / Miguel Angel Montesinos

El primero en acercarse a la peluquería rodante es Iorel, con cierta urgencia por arreglarse el pelo y la barba. Sus vecinos se lo toman con más calma. Dani, por ejemplo, tiene tiempo para mostrar un microapartamento levantado con sus propias manos en el número 17 del poblado, a solo diez metros de la vía del Cercanías que lleva a Gandía. “El suelo tiembla cuando pasa el tren. Aquí es imposible dormir”, lamenta después de tres años viviendo en este mismo lugar. 

Dani tiene 34 años y llegó de Tulcea –en la frontera este con Ucrania– porque el trabajo de un mes daba para comer dos semanas. Ya en Castellón estuvo nueve meses subcontratado en una empresa de ferralla a 5 euros la hora, la mitad que sus compañeros españoles, pero estalló la pandemia y fue el primero en irse a la calle. Ahora se gana la vida vendiendo chatarra y tanto él como su mujer Lily, perceptora de la Renta Valenciana de Inclusión, ahorran para mudarse con sus dos hijos a un piso de alquiler: “Queremos irnos ya, pero los precios están imposibles”.

“Sólo me falta el baño”

Cruzando el camino pedregoso frente al depósito de agua y un corral de gallinas aparece en la hilera de chabolas el número 4, propiedad de Elisabetta. “Sólo me falta el baño”, presume dando paso a una cocina totalmente equipada y una habitación con ventiladores enchufados a todo lo que dan. “Dentro hace mucho calor. Mucho, mucho”, resopla. “Yo llevo aquí seis años, tengo 27. La vida es difícil, pero mis hijos lo llevan bien. Nos vamos adaptando”, dice con media sonrisa utilizando un recurso retórico, el de la adaptación, que comparten muchos de sus vecinos. Uno nunca termina de hacerse a la exigencia de un campamento.

Elisabetta con sus dos tías en la cocina e su apartamento en la Gallineta

Elisabetta con sus dos tías en la cocina de su chabola en la Gallineta / Miguel Angel Montesinos

La población de la Gallineta en esta asfixiante tarde de verano se compone casi íntegramente de mujeres y niños, los hombres están recogiendo cerezas en Zaragoza. A los pies del autobús se forma una cola de quienes esperan turno en el reparto de bolsas con desayunos que la oenegé proporciona, de manera extraordinaria, para los niños durante sus vacaciones escolares. 24 bolsas con desayunos para 15 días. Mientras aguarda, Felicia cuenta que la electricidad de ventiles y electrodomésticos en el campamento sale de una casa aledaña: "El dueño murió y se la dejó a la persona que le cuidaba. Con él nos repartimos la factura”, narra junto a su tía Nela, una de las matriarcas del asentamiento, quien no pierde la oportunidad para denunciar que le han quitado la renta valenciana teniendo cinco menores a su cargo. "Es indignante", dice. Una de sus hijas se llama Bianca, va al instituto Joanot Martorell –”mis compañeros saben dónde vivo, no hay problema”–, se pasa la mitad del día en TikTok y quiere estudiar la FP de Estética aunque no sube a la peluquería de Mensajeros porque no le gusta que le toquen el pelo.  

El único español

Otro hijo de Nela recogió a Vicente de la calle cuando pedía para comer, y este ahora vive en una chabola con una mujer mayor que le trata como si fuera su hijo. “Prácticamente me tiene adoptado”, relata este torrentino de 40 años, el único español en el campamento. Para Vicente lo más duro de sus dos años en la Gallineta ha sido amoldarse a las costumbres de sus compañeros. “Comemos demasiado pronto. Sobre todo nos alimentamos de ciorba, un guiso a base de patatas y cardo. Al principio no hablaba rumano pero he terminado aprendiendo”, dice el informático, habituado ya a los sonidos del asentamiento: “Aquí hay mucho gallo que canta al amanecer”.

Sin más familia que la adoptiva en estos terrenos yermos de Malilla, el único español de la Gallineta tiene un plan para salir pronto del asentamiento: “Mis compañeros no lo saben pero yo tengo un problema con el alcohol. Estuve ayer en la unidad de conductas adictivas (UCA), llamaron a Proyecto Hombre y me van a dar una plaza para ingresar. No lo he contado porque ellos creen que me voy a quedar aquí para siempre”, justifica el único hijo valenciano de esta pequeña Tulcea. 

“El autobús de Aurelio”

Si la EMT da servicio de higiene en la Gallineta es gracias a Aurelio, el encargado de un operativo de autobuseros que ahora mismo solo forma él. “La EMT financia todo el mantenimiento, pero no he conseguido traer a más compañeros. Me preguntan por el dinero y esto es gratis”, explica sobre una tarea que asume por pura satisfacción: “Mi rutina diaria de conductor es mortal. Tienes que poner la sonrisa aunque algún pasajero te trate mal; en la Gallineta siempre tienen palabras de agradecimiento”, reconoce. El conductor dice haberle cogido cariño a un vehículo que en las cocheras de la EMT ya se conoce como “el bus de Aurelio”, a donde acude para prepararlo y cargarlo de agua caliente para la ducha de diez personas. 

Dentro viajan camino de la Gallineta tres voluntarios de la asociación evangelista City Care, fieles a la ruta del higiene bus hacia el asentamiento del circuito de la Fórmula 1 los lunes y el asentamiento de Malilla los jueves. “Nuestra bandera es el amor que Dios nos tiene y nosotros queremos reflejarlo en los demás sin importar la raza o la religión”, explica Toya. “Aquí ves una realidad impactante. Una de las nenas vino un día sin ropa interior y tuvimos que ponerle ropa de adulta cogida con nudos. Poder ducharse es imprescindible para todo el mundo. No podemos quedarnos de brazos cruzados”, reflexiona. 

Luis lleva el lema de City Care serigrafiado en la espalda

Luis lleva el lema de City Care serigrafiado en la espalda / Miguel Angel Montesinos

También es importante la peluquería, un servicio considerado de primera necesidad durante el cerrojazo de la pandemia. El más diestro con la maquinilla es Emmanuel. “Aquí sobre todo me piden el degradado. Independientemente de cómo vivan, las personas siempre quieren verse bien. Este servicio busca darles un buen resultado y que además del peinado se note el tiempo de calidad que pueden vivir con nosotros, esa conversación diferencial, ese vínculo”, señala Emmanuel al tiempo que enmarca una palabra en su relato: “Dignidad”. 

“El político no quiere asentamientos”

El equipo de seis personas lo completan Delfina y Chelo, presidenta de Mensajeros de la Paz en la Comunitat Valenciana y ‘jefa’ del dispositivo. Chelo va más allá de la mera interacción: espolea a los vecinos de la Gallineta para que busquen otro futuro y mantiene un diálogo fluido con Servicios Sociales de cara a facilitar dicho objetivo. El riesgo de que se 'apalaquen' aquí es evidente. "Es un problema de motivación, si tú ves que aquí eres alguien y fuera no tanto, da miedo salir. Pero por más que subsistan en familia y los niños no sean infelices, nosotros queremos que tengan una vida plena con las mismas oportunidades de nuestros hijos”, afirma la portavoz de la oenegé. 

Las seis personas que forman parte del dispositivo de asistencia en la Gallineta con Chelo Felip en el centro

Las seis personas que forman parte del dispositivo de asistencia en la Gallineta con Chelo Felip en el centro / Miguel Angel Montesinos

Por ello piden al nuevo gobierno municipal que amplíe el contrato del bus más allá de los tres años pactados y reivindican una función que además de higiene ofrece un altavoz: “Es bueno que esto continúe porque hacemos visible la realidad de la Gallineta. No dejamos que caiga en saco roto. El político siempre dice ‘yo no quiero asentamientos en València’. Claro, nosotros tampoco, ¿pero qué hacemos con estas personas que no encuentran viviendas sociales ni alquileres asequibles?¿Las dejamos a su suerte? Hay que ser realistas, no podemos hacer eso. Nosotros hemos visto a personas en situaciones muy lamentables, hemos llamado a la Policía y han muerto dignamente en un hospital. El día que dejemos de venir será porque ya no hace falta el autobús”.