Opinión | A Vuelapluma

Tranquilos, no voy a despotricar de las fallas

Quizá ese adolescente de la mochila repleta de llamas y estruendos será el que un día dictará que las cosas han de cambiar. O quizá su hija. Mientras tanto, incluso aunque no pase, seguiré persiguiendo la vida (y la alegría) en esta tierra

Un ninot de la falla municipal de València de 2024.

Un ninot de la falla municipal de València de 2024. / Miguel Angel Montesinos

Arde el árbol herido delante de casa. Efecto colateral de la fiesta. Estos plataneros que resisten a todo a pesar de estar huecos sirven estos días de lanzadera habitual de petardos. Llega el camión de bomberos y procede en silencio con la manguera. A los diez minutos, con el árbol aún humeante y ennegrecido, otro adolescente saca de su mochila un buen cohete y lo estalla en el mismo lugar. Tanta desgracia en tan poco árbol. Estallo también yo. Encolerizo frente al chico, que por suerte se arruga, dice que no había visto el fuego, se disculpa y se va con su mochila de proyectiles a otras trincheras. La gente pasa y mira la escena. No sé si con comprensión o indignación. Yo tampoco sé cómo me veo. Me miro y aparece un extranjero en territorio desconocido. No es nuevo. Es una tara como otra, asumida.

Tranquilos, no voy a despotricar de las fallas. No me veo con fuerzas. Ir contracorriente es para valientes que esperan aún dejar su nombre en mármoles. Sí que me permitiré proclamar, aunque sea en voz baja, que se puede ser buen valenciano y no participar del éxtasis festero. Los excesos se me dan mal. Me asusto rápido. Cualquier tipo de manifestación colectiva de jolgorio me pone a la defensiva. Toda obligación a festejar porque el calendario lo dicta se me atraviesa desde la juventud. Me gustan la cotidianidad, los días vulgares, el café de siempre en el lugar de siempre a la hora de siempre, como un día más, que ya es bastante fiesta. No es necesario poner adornos a los días, ya es bastante con los feriados regulados para el descanso. No necesito un tiempo de ruptura salvaje de la rutina, que se corten las calles, que el ruido pueda con todo, que no haya noche y día.

Pero escuchen, dicho esto, me sigue gustando València. Hay una manera diferente de sentirse en las calles que han construido tu pequeña historia que no pasa en otras ciudades. Comparto esta manera extendida de tomarse poco en serio casi todo. ¿O es que hay algo tan importante además de la muerte? Muelles, nos han dicho. Pues bien, antes muelles que fanáticos, si hay que elegir culpa. Tiene sus pegas, claro que lo entiendo, ahí está toda esa costa que hemos maltratado, más que en otros lugares, porque entre el dinero en el bolsillo y la tierra ancestral lo hemos tenido claro siempre. Y ahí está esa imposibilidad de tomarnos en serio como colectivo. ¿Nación? ¿País? Preferimos movernos entre dos aguas, esta y otra, y casi siempre pesa más la otra. Así que lo dejamos en ‘comunidad’. Ni siquiera seríamos capaces de acordar qué quiere decir ser valencianos, hasta dónde incluimos en ese gentilicio, quiénes se sienten acogidos en él. Lo usan más los de fuera que los de dentro. No hay una palabra que nos agrupe. No llegamos a ser ni minoría. Nos sentimos mejor integrándonos en otros grupos más fuertes. Quizá es nuestro modo de supervivencia. 

Todo eso es así, sí, pero me siento bien, cómodo, único, en estas calles. Es algo parecido al amor: cuando eres consciente de que otra persona tiene el poder de hacerte terriblemente feliz y terriblemente desgraciado. 

Me envanece el barroco megacargado del palacio del Marqués de Dos Aguas tanto como la nobleza que desprenden los palacios de la calle dels Cavallers. Me siento cerca del dolor de Joan Fuster y de su decisión de replegarse antes que convertirse en mártir o símbolo. Me emociona el apego a la vida sencilla y sensual de Vicent Andrés Estellés y Joanot Martorell. Me enorgullece Berlanga por berlanguiano, que es un adjetivo impreciso que se entiende mejor si se es valenciano. Un sabio dijo que nos pierde la estética y la afirmación no me duele. Incluso aseguro que me emociono con la vibración inimitable de una mascletà en la plaza grande. Quizá es nuestro momento de verdadera ‘comunidad’: explosiva, ruidosa, excesiva y fugaz. Y admito el poderoso atractivo y la fuerza de expresión popular, crítica y reivindicativa de algunos monumentos falleros.

Una mascletà en València durante las fiestas de 2024.

Una mascletà en València durante las fiestas de 2024. / Germán Caballero

Todo eso es así y lo podría repetir cien veces, pero la fiesta es mucho más. Creo que todos somos conscientes en nuestro interior de que esto se ha ido de las manos, de que hemos pasado alguna línea hace tiempo. La cuestión es mirar hacia otro lado o no. Asumir como normal que una parte importante de la ciudad huya estos días de este gran carrusel turístico de los excesos o empezar a hablar y reflexionar. Dice Amos Oz (uno de los últimos sabios) citando a Harry Truman que el liderazgo es decir a los gobernados algo que, en el fondo de sus corazones, saben que deben hacer, pero no quieren. Lo fácil es decir lo que quieren oír. Seguro que un día llegará un líder que dirá hasta aquí a la sublimación del ruido, la suciedad y la apropiación de la calle, a esta ansia de competir (no sé con quién) por ser la fiesta más de todo, porque todos sabemos que nos hemos pasado, aunque no nos apetezca verlo.

Quizá ese adolescente de la mochila repleta de llamas y estruendos será el que un día dictará que las cosas han de cambiar. O quizá su hija. No sé cuándo, pero ese día llegará. Mientras tanto, incluso aunque no pase, yo seguiré persiguiendo la vida (y la alegría) en esta tierra. Ja pot començar la mascletà.

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