Opinión | Tribuna
Juan Ortega, el último clásico
Él no es igual a nadie porque, como pasa en el barrio sevillano en el que nació, hasta la luz de sus calles, sus imágenes religiosas y su cante jondo son diferentes al otro lado de la misma orilla
Torea este lunes en la Feria de Fallas junto a Cayetano y Borja Jiménez
La tauromaquia de Juan Ortega prolonga las constantes de su pensamiento moral y sentimental. No podía ser de otro modo sobre todo si se tienen en cuenta los arraigos culturales del torero y su apego vital al barrio de Triana, el punto geográfico donde creció y vivió Juan Belmonte, el hilo de su cuerda del toreo, la poderosa y determinante influencia gitana, el orgullo de la distinción del pueblo, la desgarrada búsqueda de la trascendencia, la expresividad del dolor vital.
Él no es igual a nadie porque, como pasa en el barrio sevillano en el que nació, hasta la luz de sus calles, sus imágenes religiosas y su cante jondo son diferentes al otro lado de la misma orilla, en apenas unos metros de distancia.
Así que lo que permanece vivo en Juan Ortega es sin duda, y antes que ninguna otra estimación, lo que suele llamarse paradigma generacional: la íntegra lección de su torería añeja, de una forma que esgrime los aparejos de su honradez y unas maneras que conectan con el caudal histórico del río Guadalquivir, la orilla que convirtió la lidia cruenta en espectáculo artístico para las masas gracias a la honda emoción belmontina y el magisterio gallista.
Ortega, un auténtico apasionado de épocas pasadas que rebusca en viejas imágenes y filmaciones taurinas, camina por la misma senda que Antonio Montes, quien ejercía de monaguillo en la parroquia trianera de Santa Ana y fue el profeta de Juan Belmonte, la piedra filosofal del toreo que adentró a la propia Triana en la cuna de la tauromaquia gracias a la creación del temple, un nuevo compás para prolongar la emoción del toro y el toreo.
Ese saber estar y ese caminar pausado por la plaza -que no lento-, con esa naturalidad para asumir el riesgo, sin tensionarse, ni alterar ni siquiera el rictus hasta en los momentos más complicados. Esa forma de entrar y salir de la cara del toro y de mantener el tipo entre la confianza en sí mismo y la resignación de los caprichos del destino es profundamente sevillana. Todo eso es la plasmación torera de una sabiduría de siglos que busca de igual manera la emoción del arte en deslumbrantes puestas en escena, pero también en el más mínimo detalle como puede ser un genial gesto del cuerpo nacido de la gracia sencilla de un culto popular grabado en los genes de su barrio.
Su expresión se sustenta en gran parte sobre el concepto de Pepín Martín Vázquez, el mito sevillano de la posguerra que tenía esa gracia mágica para mover los engaños tanto para hacer el toreo más hondo como para adornarlo. Ortega también bebe del ángel de Rafael de Paula, el misterio de Curro Romero o la torería de Antonio Bienvenida como si su toreo fuera una prolongación de todos ellos reunidos en su concepto. Maestros del toreo que constituyen una muy significativa antología de su manera de entender el toreo por la sencilla razón de que en Juan, a través de fugaces pinceladas, se rejuvenecen y se sienten como una nueva experiencia poética.
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