Opinión | Tribuna

El fémur de Europa

Un estudiante le preguntó en una ocasión a Margaret Mead cuál era en su opinión el primer signo de civilización en una cultura. La investigadora y escritora americana, una autoridad en el campo de la antropología social, impartía sus enseñanzas en la universidad de Columbia. La anécdota es bien conocida. El chico esperaba que Mead hablara sobre la rueda, la olla de barro, la escritura cuneiforme o los pinturas rupestres. Pero no.

Mead dijo que el primer signo de civilización en una cultura antigua era un fémur que se había roto y luego soldado. A continuación explicó que en el reino animal, lo habitual, si te rompes una extremidad, es palmarla. No puedes huir del peligro ni defenderte, no puedes buscar comida ni beber agua en un arroyo. Eres carne para los depredadores que merodean. Sobrevivir con una pata rota el tiempo suficiente para que el hueso sane, requiere cooperación.

Un fémur roto que se ha curado evidencia que alguien se ha tomado el tiempo necesario para atender al herido, llevarlo a cuestas hasta un lugar seguro, entablillarle el hueso y ayudarlo a recuperarse hasta que la fractura haya soldado. Mead dijo que ese era el punto exacto donde comenzaba la civilización.

Aunque la pregunta del estudiante, como la mayoría de la cuestiones que plantean los alumnos en clase, no quedó registrada, la respuesta se hizo viral durante la pandemia y ha llegado hasta nosotros de boca en boca, atendiendo a otra de las características inequívocas de nuestra especie: la necesidad de contar historias.

Desde ese primer fémur entablillado hasta hoy el propio concepto de «civilización» ha pasado por diferentes revisiones y etapas. En su nombre se han utilizado métodos salvajes de dominación y sometimiento de unos pueblos sobre otros a sangre y fuego en una larga lista de despropósitos que llega hasta nuestros días con las barbaries de Gaza o Ucrania.

Sin embargo una cosa se ha ido asentado en una parte muy pequeña del mundo. En la que afortunadamente vivimos: Europa. Y es la idea de que los ciudadanos tenemos derecho a que el estado se ocupe de nuestra salud si nos fracturamos el fémur o caemos enfermos, se encargue de la educación de nuestros hijos y de garantizarnos una pensión cuando seamos ya demasiado mayores para poder trabajar. A eso le llamamos estado del bienestar. Es una conquista de la socialdemocracia europea que no cayó del cielo. Fue el resultado de muchos años de lucha. El concepto no existe en África, desde luego. Ni en Asia, ni en Oceanía donde Margaret Mead realizó la mayor parte de sus estudios, ni en buena parte de América. Ni siquiera Obama consiguió establecer el derecho a la sanidad pública en EEUU. Mucho menos en Argentina, donde Milei está dejando el país listo para el desguace.

La idea de la justicia social sólo la avalan un pequeño grupo de países europeos con muchísimos defectos y enormes problemas que solucionar, con una historia compleja y antigua, con distintas lenguas, diferentes puntos de vista, diversas maneras de ser y de pensar. Pero con una cosa en común: la necesidad de cooperación. O sea, aquello que Margaret Mead consideraba que era la esencia de la civilización. Eso es lo que nos jugamos en las elecciones del 9 de junio. La pregunta es ¿Cuántos de los que le rieron las gracias al presidente de Argentina en el mitin de Vista Alegre aguantarían sus políticas en carne propia?

¿De verdad dejarían a sus hijos o a sus nietos a cargo de un tipo como el señor Milei o cualquiera de los que lo jalean ? ¿Cuantos de ustedes le confiarían su negocio?, ¿un colegio?, ¿la gestión de un hospital?. ¿De todos los empresarios españoles que se fotografiaron con el mandatario argentino, cuántos se dejarían la cartera encima de la mesa? ¿En serio creen que el insulto, la mala de educación, los bulos y el odio al contrario puede llevarnos a algún lado?

Lo digo porque según las encuestas el Presidente de Argentina va a obtener un aporte de votos considerable en las elecciones europeas, por vía indirecta, a través de los partidos ultras, sin presentarse siquiera. Él procede de otro continente, de otro hemisferio, de otra galaxia, diría yo. Es un showman. No es el único. En Europa existen grupos extremistas en auge que apuntan las mismas maneras. A lo largo de la historia ha habido otros tipos así, histriónicos, excéntricos y patibularios que al salir de una cervecería de Munich acabaron por aspirar al control del mundo. Y casi lo consiguen.

En democracia las decisiones que se toman en las urnas tienen «consecuencias». Es una cosa que los ingleses aprendieron muy rápido. Después de la votación que dejó a Inglaterra fuera de la Unión Europea, millones de ciudadanos de ese país, perplejos con el resultado, reclamaron ante los micrófonos de la BBC que por favor se votara de nuevo. Muchos habían votado por cabreo y se decían arrepentidos: «Voté a favor del Brexit, pero no creí que mi voto contara. Creí que al final nos quedaríamos»; «Voté por la salida, pero lo hice sólo por llevar la contraria. Pensé que mi voto no sería determinante, no iba en serio»; «Voté a los locos (trolls), pero no imaginé ni por asomo que fueran a ganar». Pero los locos ganaron. Mala suerte. Es lo que tienen la urnas, cada voto cuenta.