Tribuna

Lo primero: la igualdad

Ismael Sáez Vaquero

Ismael Sáez Vaquero

Este año se cumple el 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nace, en gran medida, como consecuencia y reacción a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio de la Alemania nazi y de un totalitarismo nacionalista que sin duda los explica. En dicha declaración, a mi entender, la clave de bóveda de todos los derechos y libertades se halla en la igualdad. Sin ella encuentran justificación la esclavitud, el machismo, la plutocracia, la pobreza, el hambre o la guerra, nuestra consideración de lo que está bien y de lo que está mal. Sin ella la justicia distingue entre seres humanos que, al fin, no son tenidos por tales, y la libertad se convierte en un derecho solo para unos cuantos. Sin igualdad no hay pues justicia ni libertad ni fraternidad, porque no hay discriminación en tratar desigualmente a quienes se tiene por inferiores, de peor categoría.

Sin embargo, el ideal de justicia social que es una construcción política nace como consecuencia de una ineludible percepción: la de sentir en los otros los mismos efectos que nos produce estar vivos. Se nos impone la compasión, la alegría en los demás, la amistad, el luto. Nos reconocemos en ellos, en sus debilidades, anhelos, temores o esperanzas. No le es posible a nuestra conciencia escapar a la certeza de esa igualdad entre los seres humanos.

¿Entonces? El egoísmo, la escasez, la lucha por la supervivencia crean comunidades que se enfrentan, que establecen sus propios códigos, que rezan a sus dioses, se ordenan y estratifican, crean un lenguaje propio y, si vencen a sus enemigos, acaban atribuyéndose cualidades superiores; construyen una épica que los distingue, los identifica y los cohesiona. La esencia que nos hace humanos no ha cambiado desde el código de Hammurabi, por no retrotraernos más allá, pero el acceso al conocimiento nos libera de supersticiones y resta poder a chamanes y sacerdotes, a caudillos y monarcas en franca colusión para garantizarse el poder a cambio de proporcionar seguridad y esperanza con las que aceptar el sufrimiento.

Las comedias y tragedias griegas reflejan conflictos y paradojas, alegría y pena, amor y odio, miedo y confianza; llegan a todos los entendimientos, al del más alto dirigente, al del ciudadano libre y también al del esclavo, al del más lúcido y al del más simple; porque todo está en el corazón humano. El patricio romano descubre más afinidad entre algunos de sus servidores que entre buen número de los de su misma clase, quedando clara la conciencia de estar ante otro ser humano al que, sin embargo, se le priva de derechos, de ahí la manumisión.

Es Jesús de Nazaret el que se atreve a decirnos que el rey va desnudo, pero serán necesarios casi 2000 años y muchas clases de «justicias» ajenas al principio de igualdad para que la Declaración Universal de los Derechos Humanos se haga posible. Es verdad que la Ilustración hizo cristalizar en la Revolución Francesa la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y que con ella se derriban casi todos los argumentos para la discriminación entre seres humanos al grito de libertad, igualdad y fraternidad; pero ni entonces ni ahora tenemos un poder universal y democrático capaz de hacer valer un derecho que se impone a nuestra conciencia egoísta.

Los votos no lo son todo, la mayoría no determina lo que es justo siempre, un estado islámico que confina a las mujeres no es justicia, uno nacional católico, que hace lo propio, tampoco. La voluntad condicionada por la fragilidad humana es naturaleza, pero no derecho natural. Éste nace de la conciencia, no de la urgencia, y asienta su programa en ese principio básico que está en lo primero: La igualdad.

Igualdad en sentido amplio, que no condena la riqueza, sino la pobreza; que no impone igualitarismos que subyugan derechos y libertades, solo posible merced a una desigualdad básica: la de negar la participación política efectiva a los demás. Igualdad que encaja mal con los privilegios y sus falaces justificaciones en un liberalismo que olvida en su afán desregulador la regulación que ha de garantizar los Derechos Humanos que determinan su dignidad.

Las organizaciones sindicales de clase, entre las que en primer orden se encuentra UGT, no responden en su acción a otro valor que al de ese principio rector y a todo el entramado de valores y derechos contenidos en la Declaración que este año llega a su 75 aniversario, por eso queremos celebrarlo y reafirmar nuestro compromiso para hacerla verdaderamente universal.

Como nos decía Antonio Machado: «Por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre». Y tomando prestado su verso añado: «en tu conciencia va, tu corazón la lleva».