Color local

Hablan las fosas

La fosa de los fusilados hallada en el cementerio de Gandia.

La fosa de los fusilados hallada en el cementerio de Gandia. / Natxo Francés

OPINIÓN / J. Monrabal

Junto al hallazgo de los restos de 15 de los 62 fusilados por el régimen de Franco en el cementerio de Gandia, se realizó otro descubrimiento: que gran parte de las controversias políticas sobre las leyes de Memoria Histórica eran literalmente superficiales. Dejaban de tener sentido a un metro y medio bajo tierra, ante el revoltijo de huesos finalmente exhumados cuya caprichosa distribución indicaba que los republicanos ejecutados tras la Guerra Civil (40.000 en toda España según Álvarez Junco) no solo habían sido privados violentamente de la vida en un acto de exterminio cuidadosamente planeado por la dictadura sino de los ritos y tributos que todas las culturas reservan a los muertos desde la prehistoria: el derecho a la identidad, a descansar en lugares dignos y reconocibles.

Ese derecho es tan evidente hoy que hasta el PP de Gandia informaba esta semana que sus críticas a las Leyes de Memoria Histórica de Zapatero y de Sánchez no incluyen las tareas de búsqueda de los desaparecidos. Es lógico que en el ámbito de la política local un partido democrático no se oponga a devolver a los muertos enterrados en fosas comunes la condición humana y cívica perdida hace 80 años a manos del régimen franquista. Después de todo, como decía Susan Sontag, la memoria es sobre todo un fenómeno local. Pero si esa conducta realista de la derecha local, que no solo se produce en Gandia sino en no pocas localidades españolas donde se realizan trabajos en busca de desaparecidos, parece excepcional en cada ocasión es porque la derecha española mantiene un discurso sobre las políticas de memoria falaz, irreal y sobre todo inútil.

A ochenta años de distancia, el cuadro de los dos bandos irreconciliables y de las heridas por cicatrizar es menos verosímil de lo que parece. La única herida aún sangrante es la que representa la infamia de los desaparecidos y, como señalan en sus informes los relatores de Naciones Unidas, el recorrido democrático de España y el simple paso del tiempo obligan al Estado a poner de una vez en marcha iniciativas que no son disputables sino imperativas en la medida en que son manifiestamente cuestiones de justicia.

La exhumación de las víctimas del régimen franquista es, según la ONU, un deber del Estado avalado por el derecho humanitario internacional y la experiencia de otros países que han pasado por desgarros históricos profundos. Contra la exhumación de los represaliados no existe, ni puede existir una oposición democrática mínimamente argumentada, como sí puede darse en otros aspectos de las Leyes de Memoria Histórica que fueron y son necesariamente debatibles, y han sido señalados no solo por la derecha, Stanley Payne o la caverna hispánica, sino por intelectuales y políticos no conservadores (Todorov, Santos Juliá, Jorge Semprún, Felipe González, entre otros) que han advertido de los costes de remover excesivamente el pasado y la utilización política de la memoria, o, como diría Todorov, de sus abusos. Pero enterrar el pasado pasa necesariamente por remover la tierra para sacar a la luz a los desaparecidos. Por una razón: los derechos de las víctimas no pueden quedar por debajo de los valores de partido, y el deber de un Estado democrático es hacer pedagogía sobre los riesgos que supone construir el sistema sobre excepciones a sus propias reglas. De la misma manera que José María Maravall sostiene que las «democracias iliberales» no son democracias reales podría decirse que las «democracias consolidadas», como tantas veces se presume de la nuestra, no pueden ser democracias completas mientras rehúyan sus deberes fundamentales.

Si las leyes de memoria histórica fueron y son debatibles en muchos sentidos, es evidente que también han sido necesarias en la medida en que han servido para afrontar y dar solución a cuestiones aplazadas desde la Transición que reclamaban urgentes respuestas políticas, como el traslado del cadáver de Franco de su espectacular mausoleo o la normalización de la búsqueda de las víctimas de la represión en la posguerra. Con una derecha no anclada en el inmovilismo que hubiese aplicado a las exigencias históricas del país las políticas «de consenso» que tanto ensalza y una visión particular del problema que no pasase simplemente por la negativa a aceptarlo, las leyes de memoria histórica, una vez pactadas, habrían abarcado desde hace años el suficiente campo ideológico para hacer una pedagogía de Estado menos frágil e incierta que la actual. Pero la autoexclusión del problema, su politización artificial y la demonización tenaz de los adversarios políticos no anuncian mejores expectativas de futuro ni cambios más realistas en el partido dirigido por Núñez Feijóo, quien ha repetido numerosas veces que derogará la Ley de Memoria Histórica, en bloque, si llega a gobernar porque no hay nada positivo en ella.  

 ¿«Se imagina alguien», se preguntaba Juan Benet en su libro sobre la Guerra Civil, un año después de la muerte de Franco, «a alemanes, italianos, austriacos, croatas o japoneses tratados en 1976 por sus vecinos y antiguos enemigos como lo han sido los republicanos españoles hasta el día de hoy?». Casi medio siglo después, los restos de los fusilados en la posguerra siguen esperando una respuesta a esa pregunta en cementerios, cunetas y descampados. Y debemos dársela sin rodeos ni coartadas, por su dignidad y la nuestra, si aún creemos que esa palabra significa algo y vivimos en una democracia plena donde los muertos tienen derecho a descansar en paz.