Opinión | Voces

Soledad

Qué soledad, qué tremenda soledad. Qué soledad, Neus, Valentina, Vicent. Soledad por lo indecible. El único Estellés en castellano es un alarido. Desgarrador, apabullante. Te vence, cuasi te deshidrata. Lo interpretan Neus Berenguer y Valentina Campajola en el marco de la Feria del Libro de València, con la presencia de Carmina, la hija pequeña de Estellés. «Horrorós», me comenta al finalizar. Espantoso porque revive, fidedignamente, el desastre, la muerte de una hija. Ella nació en 1958, cuando aquella casa todavía respiraba la pena. Aquella pena que mutó en silencios, en suspiros y pañuelos. Aquella casa donde habitaban las ausencias. «Primera soledad». El gozo inmenso de ser padre, pero también el cataclismo, el horror. La ocasión más hermosa y las horas más tristes. «No me llegan las voces, las manos, las caricias, no llega nada a mí, todo muere en el aire o muere en el silencio».

Uno asiste al recital como quien padece un sepelio de un bien querido. Con los nudillos, Valentina marca el paso irremediablemente del tiempo, pese a que ya se detuvo para nunca más arrancar. Estellés pierde a su hija, Isabel Andrés Lorente. La madrugada se la lleva con solo tres meses de vida. «Aquella madrugada, aquella madrugada, todavía, ahora mismo: aquella madrugada, al volver una esquina, al callar, al romper, a hablar de cualquier cosa: aquella madrugada, tú en brazos de mi madre, tan blanca ya, tan muerta, tan muerta ya, tan muerta».

Edicions Alfons el Magnànim, de la Diputación de Valencia, publica, treinta y dos años después, el poemario que su padre le dedica. Ahora lo ha reeditado. Aquella muerte de 1956 revive en 2024. Berenguer y Campajola dan voz y cuerpo a los versos. Visten de luto el ambiente. El recital es de una tristeza que abate. Pero también es un canto a la vida. A la vida que queda, la que Estellés quiso que queramos. Su obra no muere. «Con tu muerte, hija mía, yo nací a muchas cosas. Tal vez tú te me has muerto para que yo naciera. Yo no sé si está claro lo que quiero decir. Pero he abierto los ojos».

Gracias que accedo a ese Estellés acompañado, llorando de forma colectiva, a modo de catarsis pública y compartida. Amparado. En la soledad de la lectura no hubiese aguantado algo tan vivo, una muerte tan viva, un sufrimiento ajeno tan propio. Una escritura tan feroz, tan real, tan próxima. Es una satisfacción tanto arte. Pero duele. Duele el duelo. Duele menos compartido pero duele. Un consuelo sonoro. «La soledad no se encuentra, se hace (…) Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé». Marguerite Duras. En soledad, Estellés escribe lo inenarrable. El recital, hoy, lo reivindica a rugidos.

Berenguer te endulza hacia el abismo, Campajola te desgarra al son de la nyckelharpa. Carmina escucha a su padre, siente a la hermana que no conoció. Esa hermana que marcó su vida. Durante la actuación, un quejido de cuarenta y cinco minutos, nadie aplaude, nadie traga. Al final, la ovación es gratitud. Por redefinir a Estellés, ese homenot, el poeta del pueblo. Por implicarse, con tanto gusto, para que el de Burjassot llegue a donde todavía no ha llegado. «Hay vidas que transcurren en el ayer», escribe Leila Guerriero. «Hay cobardías que requieren de mucho coraje», dice de Estellés sin decirlo.

El acordeón respira, pero uno está ya sólo. El acordeón respira y autoriza a los presentes a coger aire. Silencio. «Moltes gràcies», dice Neus, recuperándonos del limbo. El cuerpo recula magullado. Apaleado por la posibilidad abierta, por el miedo desconocido, por el potencial sufrimiento. La identificación, la empatía. «En el fondo, tal vez todo sea así siempre: que uno tenga que abrir los ojos cuando le abren el corazón de arriba a abajo en carne viva: cuando ya no hay remedio».