Opinión | Visiones y visitas

Acoso

Para el acoso al feo basta la excusa de una pretendida, rebuscada, inventada imperfección. Para el acoso al guapo, en cambio, hace falta un reconcomio especial, un tormento corrosivo, una envidia insufrible, un malestar hondo, un odio tan extraordinario, intenso y retorcido que obligue a cometer el absurdo categórico de ridiculizar lo admirable. Aun así, las dos variantes constituyen uno y el mismo acoso: el de los malvados por acomplejados, el de los mediocres por conscientes de su mediocridad, el de los cobardes unidos que se saben vencidos y trinan, y rechinan, y tratan de mitigar su despecho y su diminutez cubriendo a los demás con espumarajos de impotencia. El acosador es un pobre diablo que se ha visto en la luna del escaparate y ha traducido en rabia su frustración; un desnivelado que saca su prurito escarnecedor, su impulso lacerante, su atávica vesania de su íntima desolación, de la consciencia de su desgracia, por mucho que a veces no sea tal sino diferencia y casualidad.

A los acosadores, millonarios en defectos, les da por magnificar los defectos de los demás, pero también por atacar las perfecciones ajenas. Quiere decirse que igual se practica la gordofobia que se hace burla del «empollón», del compañero ejemplar, del guapo e inteligente o del que tiene una personalidad propia e insobornable, lo cual desmiente la teoría del acoso exclusivo a los feos. El acoso al congénere que presenta una o varias cualidades que lo hacen destacar es tan frecuente como el acoso al feo. Porque burlarse del feo es una tradición deplorable y muy extendida, pero tan extendida o más está la tradición de intuir la superioridad y hacer todo lo posible por neutralizarla o camuflarla. Es un instinto muy humano y muy español: igualar en la mediocridad a todo quisque, auparse rebajando al otro, calumniando al otro, insultando al otro; yendo al jefe a presentar como fallos del otro lo que no lo son; incluso formando un grupo de matones, una horda, un ramillete de asustados, una mancomunidad subnormal —por debajo de lo normal en educación, delicadeza y autoestima— para el acoso y derribo del niño serio, educado y sensible. No sólo del niño gordo, del niño flaco, del naricitas o del narizotas, del orejitas o del orejotas, al que se afrenta por pura estupidez y por crueldad infantil, sino del niño bueno, inocente y tímido, del niño guapo e inteligente, del niño formal, confiado y querido, al que se humilla porque apunta superioridades y presenta indicios inequívocos de llegar a ser —de ya estar siendo— lo que la pandilla basura no será jamás.

No se acosa, pues, únicamente al feo. Los acosadores acosan a diestro y siniestro, poniendo parches a su infortunio con los defectos reales o imaginarios del prójimo, y cebándose, centrándose, dedicándose a fondo, con toda la furia de su palurdez, al guapo, al estudioso y feliz, al que tiene un brillo que trasluce, por ciertas vías misteriosas que sólo perciben los niños, un cariño familiar a toda prueba. Contra ése van las peores invectivas, los escarnios más elaborados, las inquinas más acerbas; contra el niño señero, solo e indefenso junto a cuya estampa hermosa y honesta relucen a más no poder las limitaciones, las taras y la enorme desdicha de los acosadores.

El acoso a los feos por fuera viene a ser un bálsamo, un lenitivo, un emplasto que ponen a su desventura los feos por dentro. El acoso a los guapos es un resarcimiento, una represalia, un desquite irracional y sañudo que se toman los acosadores contra la vida misma, contra el sentimiento de su vulgaridad y su insignificancia.

Niño feo, niño guapo, niño inteligente y bueno, niño serio y sensible: habla, denuncia, resiste. Míralos a la cara y no sientas miedo sino compasión. Hazte cuenta de que van a ser unas mofas, unas tizas o bolas de plata perdidas, algún material de papelería desparramado y una poca fijación obsesiva, patológica, irrisoria contigo, manifestaciones todas de su anonadamiento —no del tuyo—, de su desconsuelo profundo y de su vacío infinito. Pero será breve. Los días volarán. Y tú serás tú. Y ellos nada.