La otra cara de las Casitas Rosas: “De aquí no me sacan ni con calzador”

Un ingeniero, una antropóloga y un buscavidas cuentan cómo es su día a día en los bloques más famosos y polémicos de València 

Los tres se oponen a las voces que piden derribar las Casitas, una solución que solo "dispersaría" la venta y consumo de drogas

Las calles entre bloques apenas tienen tránsito más allá de sus residentes

Las calles entre bloques apenas tienen tránsito más allá de sus residentes / L-EMV

Claudio Moreno

Claudio Moreno

Mañana martes 14 de noviembre, la Asociación de Vecinos de la Malva-rosa se manifestará frente a las puertas del Ayuntamiento para pedir una solución inmediata al principal foco de conflicto en el barrio, las Casitas Rosas convertidas en “mercado de la droga”. Estos cuatro bloques de color salmón se construyeron en 1957 con la intención de realojar a los afectados por la Gran Riada de València. Fue una solución urbanística barata enmarcada en las políticas de vivienda social del Franquismo, aquello de “un propietario más, un comunista menos”; pero el aislamiento y la baja calidad de sus 385 pisos condujeron a una degradación que no tardó en expulsar a los primeros residentes, reemplazados por okupas. El mismo fenómeno que se ha descrito en la ‘zona cero’ de Orriols, con las mismas consecuencias: trapicheos, suciedad y permanente sensación de inseguridad. Un hervidero de problemas donde, pese a todo, viven muchos viejos y nuevos vecinos trabajadores y declaradamente felices. Gente que reclama dignidad para las Casitas Rosas.

Vicente vino al mundo en estos bloques. Fue hace 60 años y cuenta que entonces todas las madres de las Casitas parían en sus viviendas ayudadas por comadronas. Desde entonces apenas se ha movido de su piso de 55 metros cuadrados –todos miden lo mismo, solo cambia la distribución– salvo para trabajar durante seis años en centros de desintoxicación de drogas en el norte de España. Antes estuvo en ellos como consumidor, porque en el barrio era difícil escapar a la tentación. Pero su negocio fue otro y Vicente acumula experiencia como camarero, pintor, trabajador de astilleros, comercial de libros y vendedor en el rastro. Un buscavidas que recuerda tiempos mejores en los bloques que le vieron nacer. “Nosotros llegamos a vivir diez personas en mi piso. Aquí se conocía todo el mundo. Dejabas la puerta abierta y entraba gente de las otras casas. Pero muchos se fueron y ahora no conozco ni a la mitad”. 

"Estos bloques están muy bien, solo necesitan un lavado de cara"

El éxodo coincidió con la llegada de traficantes y toxicómanos a la zona, concentrados sobre todo en los dos bloques que rodean la plaza del 7 de Octubre, llamada así por la gran manifestación contra la droga de 1991. El conflicto lleva décadas socavando al barrio y los vecinos confiensan que ya se han acostumbrado. Ha dejado de sorprenderles el desfile de cuerpos deambulando, haciendo sus necesidades en plena calle o recostados en bancos a la interperie. Hace semanas apareció de manera espontánea un campamento de tiendas en la zona cero de la droga. Se instalaron al lado de donde pueden consumir, porque la venta –explica el vecino– se ha trasladado de los "garitos" de los años ochenta a los narcopisos actuales. Con todo, y pese a que existe una especie de frontera invisible entre payos y gitanos, la convivencia en los bloques es más o menos tranquila: "Si tú no te metes con los vendedores ellos no se meten contigo”.

Más vale problema conocido, resume Vicente, por eso reivindica las Casitas frente a las voces que piden su demolición. “En otros barrios la situación es parecida. Mis raíces son estas, yo soy feliz y de aquí no me sacan ni con calzador. Estos bloques están muy bien, solo necesitan un lavado de cara", explica, y añade que cada una de las 48 escaleras que conforman los cuatro bloques encierran historias singulares. En la suya, por ejemplo, los vecinos se han organizado para llamar a la Policía cada vez que escuchan ruidos extraños. Cuidan sus espacios comunes y mantienen el narcotráfico a raya. "Aquí el problema son los okupas, y lo lo único que tiene que hacer el Ayuntamiento es mediar con ellos para que se vayan o paguen su contribución. Es más sencillo eso que demoler nuestras viviendas”, opina.

Airbnbs en el foco de la droga

Barry es irlandés, lleva dos años viviendo en las Casitas y asegura ser feliz en su nuevo código postal, aunque titubea un poco cuando se le pregunta el motivo. "Tal vez porque soy propietario de un piso, eso ahora es complicado", reconoce este ingeniero, atraído al barrio por el precio de la vivienda y la cercanía de la Iglesia Evangélica a la que pertenece. Como Vicente, el nuevo vecino también se ha habituado a cierto nivel de degradación, pero aborrece la acumulación de basura alrededor de los contenedores: "Aunque el PP ha reforzado la limpieza y el camión pasa cada mañana, por la tarde vuelve a estar todo asqueroso".

Además, Barry describe una realidad que no deja de sorprenderle. En bloques donde apenas se superan los 6.000 euros anuales de renta media, con escaleras abandonadas a su suerte, los toxicómanos más asiduos se cruzan con turistas que llegan para alojarse en pisos de Airbnb. “Nosotros tenemos dos pisos turísticos en la escalera. Incluso en la misma plaza 7 de Octubre es fácil ver a gente con los típicos trolleys de viaje”, relata. 

Plaza del 7 de Octubre, nombre extraoficial por la gran manifestación de 1991

Plaza del 7 de Octubre, nombre extraoficial por la gran manifestación de 1991 / Miguel Ángel Montesinos

El ingeniero habla con cierto apego de unas Casitas que también intenta dignificar, pero sin caer en la ingenuidad. Porque el punto de sordidez es innegable. Barry no se deja fotografiar para el reportaje por miedo a que le reconozcan los vecinos. Una semana después de instalarse en las Casitas, dos agentes de Policía se presentaron en su casa para averiguar a qué se dedica. Y todo lo que ve cuando se asoma al imponente patio interior de su bloque, inaccesible desde la calle, es un estercolero con palmeras que han salido ardiendo en alguna ocasión. "Ese patio sería increíble si lo cuidaran un poco", lamenta.

Cuenta todo esto sentado en un bar de "las cuatro esquinas", escenario de históricas protestas vecinales y punto de acceso a las Casitas desde la Avenida de la Malvarrosa. Aquí la vida se parece a la de cualquier barrio periférico de València. Abunda el bajo comercial y el saludo entre vecinos. Nada hace sospechar la miseria que ocultan las Casitas, salvo el coche patrulla que custodia la zona pasando insiste una y otra vez. El discurso de Barry coincide con el de buena parte de los vecinos. Más Policía no puede ser la única solución.

“A mí me gustaría ver mejoras a más niveles. Uno de los problemas que he visto en las manifestaciones vecinales es que hay discrepancias entre prioridades. Algunos no quieren mejoras en parques o avenidas, porque saben que la Administración gasta poco en su barrio y lo primero es solucionar el foco del problema. La droga. Demoler las viviendas. Eso implicaría indemnizar a mucha gente y quizás sea una cuestión más política y económica que social. Yo digo que eso es importante, en efecto, pero también quisiera ver mejoras urbanísticas o culturales, porque por ejemplo la Malva-rosa es de los pocos barrios que carecen de biblioteca. No solo tenemos que erradicar lo malo, también debemos atraer inversiones positivas para el vecindario”, sugiere con la mirada puesta en un horizonte de optimismo inusual en la retórica del barrio. 

Esclavizados por cinco euros

En otro de los bloques vive Irene, holandesa de madre valenciana y seducida también por el precio de la vivienda. Pese a las reticencias de su familia, hace cinco años decidió comprar un piso en las Casitas Rosas por 35.0000 euros, algo que ya no existe en València. Irene es antropóloga y lleva toda su vida recorriendo barrios mediáticamente conflictos como el Raval o Rinkeby –Estocolmo– que luego, in situ, resultan no serlo tanto. “Yo bajo a mi perro a medianoche y jamás he tenido un percance aquí. Es evidente que hay un problema con la venta y la drogadicción de personas muy concretas, pero llamarlo ‘mercado de la droga’ es una simplificación que no lo define. Aquí la mayoría de la gente vive de otras cosas”. 

Irene relata –no obstante– que su patio interior también es un basurero donde se trapichea y se montan fiestas “hasta las mil”, y lamenta que algunos traficantes esclavicen a los toxicómanos para que limpien ese patio “por cinco euros o una dosis”. También dice que falta más trabajo de campo de los Servicios Sociales con familias muy localizadas que se dedican íntegramente al menudeo de droga, incluidos menores sin escolarizar. Y en el balance de daños descarga a los consumidores de responsabilidad: “Hay mucha aporofobia con los toxicómanos y eso no favorece a nadie. En lugar de tratarlos como criminales se les podría reconocer sus derechos como ciudadanos y ayudarles a salir de la miseria”.

En ese sentido, la antropóloga considera injustificables unos derribos que no erradicarían ni trapicheo ni el consumo, solo los dispersaría, y apuesta en su lugar por la reforma de fachadas y escaleras. Poco más necesitan unas Casitas, opina, que ya tienen una buena ubicación –a un paso a de la playa, a 20 minutos del centro en bicicleta– y plazoletas semiprivadas para la convivencia entre familias migrantes, payas y gitanas que no siempre se mezclan pero casi siempre se respetan. “Quitando el de mi infancia este es el barrio donde más contacto he tenido con mis vecinos. Es verdad que es difícil crear lazos fuertes porque la formación académica suele ser distinta, pero mi pareja y yo tenemos el privilegio de poder vivir en otro sitio y hemos tenido un bebé en las Casitas Rosas porque estamos a gusto aquí”.