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Baño de realidad

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo / Levante-EMV

OPINIÓN / J. Monrabal

La historia se repetía: Sánchez estaba liquidado, pero esta vez, definitivamente. Había sido un hombre de suerte, pero la baraka se le había acabado. Lo demostraba la victoria del bloque PP-Vox en las autonómicas y que las encuestas señalasen, para las generales, la misma tendencia electoral. Incluso Iván Redondo, exconsejero áulico de Sánchez, había pronosticado más de 160 escaños para el PP. Sobre esas impresiones terminantes el PP puso en marcha una estrategia de campaña de perfil bajo: Feijóo solo fue a un «debate» televisivo mientras dejaba pasar el tiempo dispuesto a recoger la noche electoral los laureles de la victoria y rubricar con mano de hierro la «derogación del sanchismo». Ni siquiera le hacía falta un programa para lograrlo sino recitar el repertorio de ocurrencias que tan eficaces habían resultado dos meses atrás, en las elecciones autonómicas. Si había en España un político seguro de sí mismo, era Alberto Núñez Feijóo, el hombre de mirada helada que había abierto las puertas de las instituciones democráticas a Vox y se disponía a instalarlo en el gobierno sin que le temblara el pulso.

Pero el domingo pasado llegó el baño de realidad. En pocas horas, la melancolía y la euforia cambiaban de lado, y si Pedro Sánchez volvía por enésima vez de entre los muertos con el optimismo habitual, Feijóo se convertía en un candidato fané y descangallado, el tercero del PP que Sánchez veía caer a plomo y el segundo que se llevaba personalmente por delante. A última hora, la movilización contra la amenaza de Vox y de quienes lo habían metido en las instituciones, se impuso por escaso margen en las urnas, un resultado que, o bien provocará una repetición electoral o la continuidad del «sanchismo», dependiendo de la decisión final de los diputados de Junts.

En cualquier caso, los resultados electorales dejaron claro que el «momento» de Feijóo había pasado de largo: su apuesta por Vox había sido una jugada a todo o nada, una bala de plata única que exigía el respaldo en las urnas de grandes mayorías y acabó en un gatillazo. Lo más sorprendente tras el 23-J fue comprobar cómo la voluntad de llevar la alianza con los ultras a las más altas instituciones democráticas había sido un experimento temerario sostenido, simplemente, en la conquista del poder a cualquier precio. Si la suma de votos del PP y Vox hubiese sido la esperada, hoy los ultras se dispondrían a recoger sus carteras ministeriales, quién sabe si con otro torero al frente del ministerio de Cultura o quizás el de Ciencia e Innovación. Pero como no lo ha sido la relación con Vox ha quedado, de momento, en suspenso, solo interrumpida por el cruce de reproches mutuos. Más que como un candidato fallido Feijóo se consagró el domingo como un político sin principios, un técnico de partido capaz de dinamitar los códigos de conducta establecidos desde la Transición que, ante el inesperado revés electoral, buscaba nuevas tretas para no tirar la toalla apoyándose esta vez no en Vox sino nada menos que en Sánchez.

Así, surgen ahora en el PP propuestas sobre la necesidad de que los dos partidos mayoritarios que concentran más del 70% de los votos lleguen a «pactos de Estado» para limitar la dependencia de formaciones «extremistas» a la hora de formar gobierno. El cuento del «extremismo» de ciertos partidos democráticos y de las coaliciones perversas, ese invento para legitimar a Vox, también se desintegró el domingo, pero sigue siendo útil para sostener a un candidato que, aparte de esas historietas, no tiene nada que ofrecer, y ahora se agarra agónicamente a Sánchez como un púgil muy tocado.

Si la apelación al «sentido de Estado» o a la «centralidad» no es un recurso descabellado en coyunturas complejas y en países como Alemania se ha traducido en varios gobiernos de coalición entre la CDU y el SPD, en España resulta de imposible aplicación porque la cultura democrática de la derecha española, que viene de pactar hace dos meses distintos gobiernos autonómicos con la ultraderecha, no es asimilable a la derecha liberal europea, que no permite tal clase de alianzas. El PP no puede jugar la carta de la «centralidad» o del «sentido de Estado» tras haberlo apostado todo por segunda vez a la ultraderecha, una contradicción que Núñez Feijóo ha llevado demasiado lejos sin medir los riesgos para el país, para su partido y para la UE que deja las proclamas del PP sobre «los acuerdos de Estado» en un impúdico ejercicio de oportunismo.

Reinventar las reglas de juego solo porque la derecha ha fracasado en sus pactos estratégicos con Vox es una pretensión no solo inaudita, inasumible e impracticable sino grotesca, más aún cuando desde el PP se difunde el embuste de que ese partido goza de más legitimidad para gobernar que sus adversarios políticos por el hecho de haber ganado las elecciones, aunque estos sumen más votos y sean los únicos con posibilidades de formar y sostener un nuevo ejecutivo.

Desde esa impostada «centralidad», que reclamen «consensos» entre los grandes partidos y hablen de «sentido de Estado» los mismos que han dinamitado todos los puentes no solo con el PSOE sino con todos los partidos del arco parlamentario excepto con Vox, es pasmoso. Por compleja que sea la formación del gobierno, Feijóo no es la solución, sino el problema. Y por eso en el Parlamento Europeo brindaron el domingo con champán por su fracaso.